35- JUZGADO A PRIMERA VISTA. Por Miguel-A. Cibrián, paciente de Ataxia de Friedreich.

Esta historia a relatar ocurrió a mis 23 años aproximadamente. Ésta era mi etapa en la cual para los ajenos a esta enfermedad fue más fácil confundir los síntomas de mi ataxia con los de la embriaguez. No se trataba de tener una sintomatología más fuerte, sino que aún podía ir a todas partes sin acompañante casi como si fuese una persona totalmente normal. Me refiero a no necesitar ayuda, porque cualquier buen observador podía percatarse de mi inestabilidad caminando. No sucede, pues, que los síntomas decrezcan, al contrario, la ataxia es una enfermedad progresiva. Se trata de un cambio de circunstancias. Sin duda, la compañía de otra persona, en apariencia serena, o la utilización de una silla de ruedas, restan enteros a una posible confusión.

A final de una consulta médica en Madrid había regresado en tren a Burgos a las doce de la mañana. Como no tenía nada que hacer en la ciudad y la estación de ferrocarril está muy cerca de la carretera de Valladolid, por donde se inicia la salida de la ciudad hacia mi pueblo, decidí hacer autoestop para llegar a casa y descansar del viaje. Me coloqué al lado de un semáforo desde donde hice señas a los automovilistas. Fue media hora perdida, porque, aunque varios automovilistas se detuvieron a un metro de mí y pudieron haberme consultado por la ventanilla, ni uno solo se interesó por preguntarme el lugar adonde quería ir.

Al otro lado de la carretera había un paseo con frondosos árboles y la temperatura invitaba a pasear. Vi allí a uno de mis antiguos profesores. Durante cinco años fue mi profesor preferido, y yo para él uno de sus alumnos predilectos. Paseaba treinta metros hacia un lado y treinta metros hacia otro, mientras leía un libro. En realidad, no perdía detalle de cuanto sucedía a su alrededor. Como consultaba el reloj a menudo, sospecho que estaba esperando a alguna cita. Él me había mirado fijamente por tres veces como diciéndose: "A este tipo le conozco yo, y no sé de qué".

Cuando el semáforo se puso en verde, decidí cruzar la carretera para ir a saludarlo. Como no me quitaba ojo, pudo contemplar perfectamente mi inestabilidad caminando. Cuando llegué junto a él, le ofrecí mi mano y le dije:

- ˇHola!. Yo he sido alumno suyo durante cinco años.

- Perdona. No te recuerdo -contestó.

Yo le expliqué el tiempo, el colegio, y le di mi nombre y apellidos.

- Pues no, no te recuerdo -mintió.

Y digo mintió, porque mi apellido es poco corriente, y es seguro que él nunca tuvo entre sus alumnos un "Cibrián" ni antes de mí ni después de mí. Era inútil seguir conversando. Inmediatamente, a mi cabeza acudió el relato de la parábola evangélica del buen samaritano en el aspecto del sacerdote pasando de largo ante la persona apaleada por los bandidos. Yo ya había leído en su pensamiento: "Este borracho seguro que acaba pidiéndome dinero para sus vicios" y "ˇpobre chaval, con lo buen estudiante que era, lo bajo que ha caído!". Quise quitar fuerza a estos hipotéticos pensamientos y, con voz quebrada, casi aguantando las lágrimas, añadí:

- Estoy enfermo...y no he podido seguir estudiando...

Me miró otra vez de arriba abajo y no quiso decir nada o no supo qué decir. Por ello, no esperé más, dije "adiós" y me fui de allí decepcionado.

Ya no regresé otra vez a hacer autoestop. Era inútil. Si alguien con quien había convivido cinco años se negaba a conocerme, ningún desconocido me subiría en su automóvil. Incluso, algún automovilista podría darme una respuesta positiva... pero, luego, al ver mis movimientos, cambiar de opinión. Bajé al centro de la ciudad a comer en un restaurante y a esperar pacientemente toda la tarde hasta la salida del autobús que pasa por mi pueblo.

Poco a poco perdí todas las amistades. Una veces sí hubo claros desprecios. En otras, mi susceptibilidad actúo para ver desprecios donde no existieron. Sin embargo, la mayoría de las veces, fui yo mi mismo quien se marginó bajo el pretexto de evitar situaciones embarazosas molestas para ambas partes. En realidad, mi autoestima estaba poniéndose a cero... o más que bajo cero...