33- HISTORIAS DEL "ILLO TEMPORE" (II parte). Por Darío Pérez (paciente de ataxia paraneoplásica), y Miguel-A. Cibrián (paciente de Ataxia de Friedreich).

Querido Miguelón: A lo que tu llamas illo tempore, para mi es ayer por la tarde. La historia de mi abuelo es del 1910, la tuya de 1970, pero mola a tope. La siguiente es de 1946, el lugar es un pueblo a tres kilómetros del tuyo y que se llama Villahizán de Treviño. Como el tuyo, está a orillas del río Odra:

Ese año de 1946 tenía yo 8 años, y mis padres me mandaron a pasar la mitad del verano en Boada, una aldea cercana, que por aquel entonces contaba con siete cabezas de familia, sin luz eléctrica y con un manantial en la plaza de donde se tomaba el agua. Pero no es de Boada [de dulcísimo recuerdo en mi memoria], sino de Villahizán de donde voy a relatar.

Cuando llegué ese año, ya no era nuevo, pues había estado un mes el verano del año anterior: Quiero decir que, cuando correteaba por el pueblo con mis primos, ya no salían las vecinas preguntando: "¿Ese quién es?". A lo que mis primos siempre respondían: "Es el hijo de mi tío Dario".

Un día, en una de esas correrías, a lo que se ve, un pollo tomatero parece ser que provocó en mí el deseo de demostrar a mis primos mis habilidades con mi inseparable tirador (tirachinas, tiragomas,etc.). "Pensat i fet", como dicen en mi querida Valencia, es decir, pensado y hecho. Puse una piedra en el cuero, tensé las gomas, apunté a la cabeza del pollo... y ¡zas!. La piedra partió rauda y acertó a dar en el blanco. Por más que metimos al pollo las patas en agua para evitar que muriese... no sirvió de nada.

Desde aquel aciago día, en Villahizán dejé de ser "El hijo de mi tío Dario" para alcanzar personalidad propia y pasar a ser "El Matapollos". (Dario).


En mi infancia me tocó asistir a un momento crítico en la vida de estos pequeños pueblos. Se trata del apogeo industrial en las grandes ciudades con la consiguiente demanda de mano de obra. Por otra parte, en el campo estaba sucediendo todo lo contrario, la irrupción de los tractores en el medio rural con su trabajo mecánico restaba necesidad de mano de obra. Estos fenómenos puede parecer positivos. Y, de hecho, lo fueron. Muchas familias incrementaron sus horizontes en la ciudad, y las que quedaron pudieron aumentar sus explotaciones agrarias arrendando las fincas de quienes se fueron. No obstante, con una mirada nostálgica, fueron como la rubrica de defunción para estas pequeñas poblaciones rurales. Tras una paulatina agonía de 50 o 60 años, pronto acabarán siendo pueblos fantasmas solamente habitados durante los fines de semana o en las vacaciones veraniegas.

En mi más tierna infancia aún viví, probablemente, el momento cumbre en la vida de estos pueblos: Una población joven y viva. La mejor prueba de esta fuerza eran los dos maestros existentes y los 70 niños chillones en edad escolar. Sinceramente, no era precisamente la riqueza, sino la pobreza, lo que aquí abundaba. El terreno era pobre, y había demasiadas bocas para alimentar. Por ello, la demanda en la ciudad de mano de obra tuvo un impacto tan fuerte. Numerosas familias consideraron la emigración a la urbe como su tabla de salvación. Y evidentemente lo fue. Lo funesto del caso, es que desde aquel entonces ha continuado la sangría migratoria y la juventud ha seguido buscando horizontes mejores de cuantos a la agricultura le ha ofrecido una sociedad ingrata. Cuando el país ha tenido hambre ha monopolizado, incluso requisado, nuestro trigo... pero han olvidado completamente a la persona productora cuando han dejado de tenerla o cuando era más fácil importar.

Sea como fuere, en mi más tierna infancia en el pueblo había una mayoría de familias que vivían de la agricultura y unas 6 u 8 familias asalariadas. Los salarios eran de miseria y las más de las veces consistían en una cantidad de fanegas de trigo. Sin embargo, antes de que se irriten los sindicalistas, aclararé que no había gran diferencia de clases. Podría decirse que ni siquiera existía el patrono como tal, pues para "ajustar" [acordar un trabajo y un salario] un pastor, a veces se reunían 4 o 5 vecinos. Era cierto que el asalariado y su familia malvivían, pero no era menos cierto que el negocio era ruinoso. La prueba es que cuando los pastores se fueron en busca de trabajo a las ciudades, casi desaparecieron las ovejas. Y nunca existió una relación conflictiva entre ambas clases, sino una convivencia de compartir.

No era precisamente a los pastores a quienes iba a referirme en este texto, sino a otros dos asalariados a nivel municipal: el guarín [encargado de llevar a pastar mulas, yeguas y burras], y el vaquero [ganado vacuno]. Ambos eran contratados por el Ayuntamiento, y cada vecino había de abonar en trigo la cuota correspondiente según el número de cabezas que aportase a la manada. La demanda de mano de obra en las grandes ciudades dio al traste con estos proyectos, y pasamos a ser los chavales los encargados de llevar a pastar a los animales, cada uno los de su familia. La operación comenzaba en San Isidro con el levantamiento de la prohibición de pasto de las eras, y terminaba a la llegada del otoño tras algunas semanas de apertura del pasto de las praderas.

El horario era fácilísimo de saber. A las 12,30 tocaba el campanero el toque de "mediodía" y era hora de regresar a comer, y cuando el sol se ocultaba tras el horizonte, había que regresar otra vez. La labor de "soltar las vacas" [llevarlas a pastar] era tediosa cuando había muchos frutos que guardar, y todo una gozada cuando toda la recolección ya estaba en las eras: entonces todo era un constante juego, y a veces era hora de regresar a casa, y nadie sabía dónde "demonios" estaban las vacas.

Existía un guarda por convenio con los arrendatarios del coto de caza. Pero no era ni la sombra del guarda de las míticas historias narradas por los mayores, porque en realidad quien le pagaba eran los de la caza y el campo le importaba un rábano. Y los mayores contaban historias del guarda contratado por el Ayuntamiento que se pasaba las horas vigilando con los prismáticos para pillar a los chavales robando peras o uvas y poner a los infractores el culo rojo como un tomate. Este guarda de mi historia, cuando éramos negligentes y nuestras vacas se metían en algún sembrado, se limitaba a sacar el talonario e imponernos una multa de dos a cinco duros. Hoy puede parecer irrisorio... pero... ¡como explicárselo a nuestro padre cuando el alguacil pasaba a cobrar a domicilio!. Hubiera sido inútil cualquier intento de explicación: en aquellos tiempos la palabra de un niño no tenía ningún valor contra la de una persona mayor. Y si el guarda había puesto una multa, para nuestros padres, tenía razón... y punto.

Esta historia de mi relato sucedió hacia mis 11 años y en los primeros días del mes de julio. Yo tenía un reloj y mis compañeros me preguntaban frecuentemente la hora, porque en aquella época del año casi todos los frutos estaban en campo y teníamos que estar muy atentos con lo cual el tiempo se nos hacía largo. Cuando aquel día mis compañeros me preguntaron la hora, hube de decirles que me había dejado el reloj en casa. Se ofrecieron a cuidarme las vacas para que fuese a casa a buscarlo. Y, unas veces corriendo y otras andando, allá me fui.

A llegar a casa sudoroso, la puerta estaba abierta, como casi siempre, y me dispuse a entrar a la misma velocidad que había venido del campo. Sorprendido, un pollo, poco más grande que una paloma, que se había metido en el portal en busca de algún grano de trigo, salió gritando y revoloteando a escasos centímetros de mi cara. Me dejó más pálido que los vampiros de Trasilvania. Miméticamente, me agaché al suelo [entonces la calle no estaba asfaltada] tomé una piedrecita y, junto con un taco, se la lancé al pollo sin más intención que mi rabia por el susto. Dio en el blanco. El pollo se balanceó y estiró la pata.

¡Ni adrede!. Era el colmo de la mala suerte. Yo siempre hice honor a la ataxia llevada en mis genes y era malísimo en los juegos de puntería, como la tuta, o la chana. Cuando, por casualidad daba en el blanco, mis amigos me felicitaban como si hubiese sucedido algo extraordinario :-). En cuestión de segundos pasaron por mi cabeza toda una serie de secuencias. ¿Qué hacer con el pollo?. ¿Con qué cara podía decirle a mi octogenaria vecina, cuyos pollos eran su único tesoro, que yo había matado aquella pequeña promesa de guisado?. ¿Cómo iba a dárselo a mi madre si nos había repetido cien mil veces a los hijos que las cosas se piden, pero nunca se roban?. ¿Cómo iba a proponer a mis amigos merendarlo si en los pequeños pueblos todas las cosas acaban sabiéndose?.

Miré a un lado y a otro de la calle para percatarme de que nadie había contemplado la escena. Escondí el pollo debajo de mi camisa, tomé el reloj y regresé al campo. A la salida del pueblo existía una bodega hundida cuyo hundimiento había provocado un pequeño cráter que se usaba como basurero para arrojar latas y botellas. Allí arrojé el pollo y volví con mi secreto a la normalidad.

Dícese en la novela Rusa "Crimen y castigo" que siempre se vuelve al lugar del crimen. Eso me pasó a mí. Al regresar con las vacas, desvié unos metros mi trayectoria y me acerqué a ver el cadáver. ¡Cielos, no estaba!. Otra vez volvieron a cruzar mi cabeza las secuencias a una velocidad impresionante. ¡Bah, algún perro hambriento se lo habrá comido!. ¿Pero sin dejar ni siquiera rastro de plumas?. ¿Habrá visto alguien mis maniobras y, pensando que esto es un desperdicio, habrá cogido el pollo para añadirlo a su guisado?. ¿Será todo esto un sueño mío?. Pero, hete aquí que el pollo estaba vivo unos metros más adelante. Sin duda, yo había confundido un desvanecimiento con su muerte. El animal parecía completamente despistado, como si no supiera volver a casa. Movía la cabeza constantemente, y yo lo juzgaba como un síntoma de su despiste. Aunque, en realidad, hoy creo saber cuál era la auténtica causa: mi pedrada le había dejado tuerto y tenía que girar toda la cabeza para mirar alternativamente hacia un lado y hacia otro. Me dio pena y decidí ir a por él cuando cerrase las vacas y soltarlo cerca de su casa para que volviese con sus hermanos de pollada.

Así lo hice: cuando até las vacas regresé a recoger al pollo. ¡Mierda!. Capturar en campo abierto a un pollo desconfiado por haber recibido una pedrada, es tarea imposible. Nunca conseguí acercarme a él menos de cinco metros. No me quedó más remedio que hacerle un corte de mangas y decirle: "Ahí te quedas".

Jamás supe si aquel pollo acertó, o no, a regresar a su casa. Nunca fui capaz de distinguir un pollo blanco de otro pollo blanco, y mi vecina tenía varios pollos blancos pululando por mi calle y otras calles aledañas.