98- ACEPTAR AYUDA. Por Carolien Koopmans, paciente de Ataxia de Friedreich, de Holanda. Copiado del boletín de Euro-Ataxia (diciembre 2000). Traducción de José María Moraleda.

Uno de los problemas más difíciles de la ataxia de Friedreich -y probablemente de todas las ataxias- es el tener que aceptar ayuda. En los comienzos, los síntomas son tan leves que se puedes seguir haciendo todo fácilmente por ti mismo. Pero, inevitablemente, llega un momento en el cual comienza a necesitarse ayuda.

Yo, que estoy en una silla de ruedas desde hace 25 años, estoy capacitada para ver las cosas con cierta perspectiva. Permítanme contarles mis experiencias en cuanto a la aceptación de ayuda de otras personas. La fase más problemática de la ataxia, para la mayoría de los afectados y sus familiares, es el periodo que empieza con unos andares ligeramente extraños hasta el punto de caminar como un borracho. Al final de esa fase se ve con claridad la silla de ruedas. Yo pasé por este terrible periodo cuando estaba en la escuela secundaria, desde los 12 hasta casi los 18. La escuela secundaria a la que yo asistí era un edificio viejo, con pasillos anchos y escalones. Estando en primer grado casi no tenía problemas para moverme por el inmueble. Sin embargo, cada año que pasaba se hacía más difícil subir y bajar los escalones y cruzar los pasillos. Y cada principio de curso tenía que soportar a todos los alumnos nuevos que me miraban fijamente como si fuera una atracción de circo.

A cada hora, tenía que cambiar de aula. Durante años estuve tan ocupada en arrastrarme por la escuela que ni siquiera cruzó por mi mente el pensamiento de pedir ayuda. Tal vez, en el fondo había un cierto sentido del orgullo. Ese sentido de orgullo era muy comprensible cuando algo raro estaba pasando en mi cuerpo sin tener ni la menor idea del porqué.

En mi caso, los Drs. prefirieron no informarnos ni a mis padres ni a mí, pero dudo que hubiese habido diferencia de habernos dicho la verdad acerca de lo que estaba ocurriendo: yo hubiera podido entenderlo racionalmente, aunque no lo hubiese entendido emocionalmente. Al inicio de mi sexto y último año en la escuela secundaria, mi madre me prohibió montar en bicicleta (mirando atrás, debo confesar que fue una decisión acertada, pero en ese momento no me gustó). En cambio, por las mañanas mi padre me llevaba a la escuela antes de ir a su oficina.

Él siempre me llevaba por la entrada delantera, mientras los demás alumnos entraban hasta el patio por la puerta trasera. Antes de llegar al guardarropa debía cruzar un pasillo muy ancho. Tenía que concentrarme para cruzar ese pasillo sin derrumbarme y caer al suelo. Una mañana el portero me ofreció su brazo para apoyarme. Yo me negué. No quería ayuda de nadie. Pero habiendo cruzado ya la mitad del pasillo, no pude guardar el equilibrio, y me caí. ¡Me sentía tan avergonzada!. La caída era de por sí humillante pero aún era peor haber querido preservar mi orgullo sin poder demostrar que no necesitaba ayuda. El portero me ayudó de nuevo y me acompañó al guardarropa. Al día siguiente me ofreció otra vez su brazo y fui lo suficientemente juiciosa para no negarme. A partir de ese día me ayudó todas las mañanas.

Por casualidad uno de mis compañeros de clase lo vio . Yo no sé si fue un acuerdo tácito entre mis compañeros, pero el cambio de aulas se volvió mucho más fácil para mí a partir de ese día. Cada vez que teníamos que ir a otra aula, uno de mis compañeros tomaba mi cartera y otro me ofrecía su brazo para apoyarme. Moverme a través del edificio casi se convirtió en un placer. Y lo más importante fue que yo también empecé a relajarme psicológicamente. No teniendo ya que concentrarme íntegramente en mis movimientos, comenzaba a dejar tiempo para alguna pequeña charla.

Animados por mi actitud más relajada, mis compañeros empezaron a sentirse también más cómodos en mi compañía. Y comprendí que eran mucho mejores de lo que siempre había supuesto. Esta experiencia me hizo pensar mucho sobre mi sentido del ego, la autoestima, y la cuestión de pedir ayuda. ¿Era tan bueno, como siempre había creído, negarse a los ofrecimientos de ayuda? ¿Mi sentido del ego realmente me prohibía aceptar cualquier cosa que significara ayuda, aun cuando no pudiera hacerlo sin ella? ¿Y si permitiera ser ayudada, que ocurriría con mi orgullo?. ¿No estaría provocando mi orgullo la pérdida de mucho calor humano que tendría si aceptara los ofrecimientos de ayuda?.

Aparentemente, tenía menos valía ahora que necesitaba alguien para apoyarme al caminar que cuando caminaba sola. Y, sin embargo, me sentía mucho más a gusto ahora tras aceptar la ayuda. ¿Mi sentido de independencia física era más importante que mi salud psicológica?.

Hoy día necesito ayuda para muchas cosas. Me alegro de haber aprendido a aceptarla de una forma relajada. Y estoy orgullosa de ser capaz de vivir y comunicarme con otras personas de una manera normal.