2- LA ETIQUETA DE ACERO. (Por Vicente Sáez Vallés, paciente de Ataxia de Friedreich).

Debía llegar el primero a la puerta de mi clase. El patio era enorme y había campos de regadío de coles y lechugas. Un sendero comandado por dos hileras de árboles fuertes y dispares, plátanos y perales, daba paso al campo liso que se perdía entre remolinos de aire del viento huracanado, habitual en mi ciudad. Durante los descansos o cuando algún maestro o profesor había pillado las fiebres pedagógicas o simplemente estaba enfermo, jugábamos al fútbol o al baloncesto. A esas horas, ver el colegio desde una nube, sería como patear un hormiguero: algarada fastuosa de cientos de críos inquietos, de aquí para allá.

El recreo terminó con las ilusiones de ese día primaveral. Había metido un punterazo que fue gol. Ganamos por un tanto mío, lo cual no era frecuente y los demás me llenaron de sonrisas. Me llené de sudor y barro porque mi cuerpo, delgado y torpe, absorbía toda la tierra, toda. Estaba enormemente contento y fui tan respetado, que me tomé el lujo de bromear y juguetear con mis compañeros en medio de la rectitud del colegio religioso. El corredor era de una opulencia pretérita: mandaba un mosaico que rodeaba a un claustro antiguo. Cada aula se trataba de una capilla de ese monasterio repleto de ira reprimida, ajena a la vitalidad de un niño de once años y de mil niños contentos de sus gritos y cánticos. Me dediqué a tirar las orejas de todos los que me encontraba en mi loca carrera. Todos entrábamos en fila india y éramos vigilados, como los refugiados judíos de la segunda guerra. Cierto compañero grande y de pocos amigos, se molestó con mi gracieta y me persiguió por el corredor hermoso. Yo era muy rápido y transformé los mosaicos en líneas. Me dirigía a mi clase salvadora, un recinto con el amo pedagógico de inglés aguardando los verbos irregulares. Pero alguien cerró la puerta del aula justo cuando veloz la quería atravesar. El caso fue que la cerradura de acero inoxidable golpeó con mi frente o viceversa. La cerradura quedó inutilizada y el sonido paralizó a todos. Mis compañeros me miraban asustados y eso que no me dolía tanto. El "Sir" o el profesor de inglés corrió hacia mí y me gritó. Me toqué la frente y comprobé horrorizado que sangraba a borbotones. Me puse perdida la camiseta blanca y dejé un sendero de gotas de sangre ya que me fui con el "Sir" y con el "Viti", profesor de lengua plasta, hacia el botiquín. Me limpiaron la cara y me dijeron que presionara la herida con un algodón. La mercromina, las vendas, los polvos de cicatrizar y el agua oxigenada estaban agotadas, así que me iban a llevar a curarme a la clínica del seguro escolar. El "Viti", mediante ademanes exagerados fue a llamar a la clínica.

Me acompañó mi hermano mayor que estudiaba en ese mismo colegio. Entramos en un edificio modernista, decimonónico y opulento: parecía la casa de Sherlock Holmes. El olor era de naftalina, la madera era de caoba y la luz tenue parecía de gas. Miré absorto unas vitrinas llenas de piedras, algunas de ellas grandes como puños; resultaban ser cálculos renales que el médico que daba nombre a la clínica extrajo quirúrgicamente. La monja enfermera (o viceversa), nos condujo a la sala de espera. Al cabo de media hora, volvió y nos dijo que el médico no estaba porque tenía la gripe.

Fuimos al hospital de la Seguridad Social y me curaron. Allí, me hicieron desnudar siendo que estaba lleno de tierra y muerto de vergüenza, pues tenía un agujero en mi calcetín de poliéster negro. Me colocaron cientos de cables y todo se llenó de aparatos en mis inmediaciones. Luego, fui sometido a otro tipo de torturas: me hicieron ponerme de pie con los pies juntos y los ojos cerrados, me obligaron a caminar y a correr desnudo, me obligaron a tocarme la nariz con la punta de los dedos muchas veces, varios individuos con batas blancas golpearon mi cuerpo entero con martillos de goma... El rostro del médico demacrado delataba su impotencia ante algo que no entendía nadie. Estábamos agotados y una enfermera menuda me ayudó a vestirme. Ya de madrugada, mi madre apareció; pude escuchar claramente el diagnóstico fatal:

- Tiene un tumor no se qué...

Me dijeron que me iban a operar, abrirme la tapa de los sesos y extraerme una de esas piedras, imaginé yo.

Al día siguiente volvieron a hacerme fotos y a ponerme rulos en el pelo y cables. No me operaron porque se equivocaron lastimosamente; el golpe no había tenido que ver con eso extraño que padecía en forma de torpeza y falta de equilibrio que no eran normales, decían los médicos. Todos se asustaron y empecé a sentir un enigma que se extendió hasta que a los dieciocho años me dijeron que tenía una ataxia de Friedreich.

Al volver a clase, vi una cerradura rota en la puerta y así, intuí la lucha que empezaba por una etiqueta.

Esta historia es verídica y tuvo lugar en la Primavera de 1975.