114- EL PACTO. Por Horacio Filgueira, paciente de Ataxia de Friedreich, de Buenos Aires, de su libro "Sinfonía de Burbujas".

"...no se puede morir más de una vez...".

Aquella tarde calurosa, me dirigí a la esquina para refrescarme con alguna ráfaga fresca, permitiendo al buzón descansar su cilíndrico enanismo sobre mi cifósica espalda. Lucía cabello blanco con bigotes al tono sobre una musculosa harapienta; ese día estrenaba los cincuenta junto a mi abultado abdomen protegido de la lluvia solar por la camiseta agujereada.

Entonces fue, cuando advertí a aquel micro enfilar hacia el buzón que disfrutaba mi compañía contactual. Me quedé inmóvil, ausente de adrenalina, aguardando al esperado y lógico giro del vehículo con mis arterias cerebrales con el mínimo caudal de las lentas digestiones de pantagruélicos asados que adormecen hasta el cabello. Sin embargo, el micro no alteró su curso, luego me enteré que había roto su dirección, e impactó sobre el enano azul atropellándome a mí también, pero para mi sorpresa, salí ileso, de ese episodio; sólo pude comprobar la violencia del impacto por el estado en que quedó el ex-buzón y sus cartas desembolsadas y sometidas por el viento.

¿Pero, por qué el micro no me había alcanzado?. Sabía perfectamente que yo estaba interpuesto en su trayectoria, pero también sabía que no había tomado contacto con el micro, de manera que él me hubiera atravesado como si yo fuera un fantasma.

Aquella noche no pude dormir rememorando lo ocurrido, sin encontrar explicaciones satisfactorias para aquel evento. A la mañana siguiente, me dirigía bien trajeado a la oficina, cuando al pasar debajo de un balcón, escucho desde lo alto:

-- ¡Guarda con il balero maistro! ¡Me se cayó el piano pa'bajo!... ¡Ehhh che, corralon un cacho!... -- exclamaba el operario de la mudanza, mientras su meñique izquierdo se ocultaba dentro de un pabellón receptor de sonidos, sito debajo de un mechón, a fin de evacuar excesos cerosos.

Y casualmente, yo estaba debajo del percutor musical observando, con asombro, cómo éste, crecía velozmente de tamaño. Otra vez salí ileso atravesando el piano horizontalmente, después de que éste, ya lo hubiese hecho conmigo en dirección vertical.

Me convencí, finalmente, de que debería ser inmortal y al poco tiempo comencé a ejercer y gozar de esta nueva condición. Primero traté de salvar a otros sujetos en peligro inminente de perder sus vidas; luego robé a gusto decenas de bancos, armado con pistolas de plástico desafiando, a cuerpo descubierto, al arsenal policial; y cuando me harté de sorber plata tan fácilmente, me con vertí en suicida maníaco, sólo para divertirme un poco más.

Pero esto también se acabó. Es que todo lo que a uno le puede gustar comienza y termina, está limitado tanto en espacio como en tiempo, puesto que así es la realidad que percibimos con los sentidos. Ya nada me gustaba, además no planeaba, ni podía planear porque sólo se planea cuando no hay seguridad.

Desde entonces asistí a un calvario; me aterrorizaba la sola idea de no morir jamás, pues al no temer a la muerte ya todo me daba igual, ya que siempre, cualquier cosa la podría postergar para más adelante y nunca más me haría falta correr riesgos para mis insípidos emprendimientos.

El futuro ahora era cierto y, por lo tanto, legítimamente predecible. Finalmente, después de varios siglos, perdí la voluntad de seguir estando, ya que sin incertidumbre no puede haber felicidad, y al no haber premura, nunca se equivocará el decisor que tiene todos los medios a su alcance para experimentar los cursos alternativos y cíclicos de los dados, que nunca más serían casuales sino causales para el inmortal dueño de los tiempos.

¡Qué paradoja!, pensar que hasta mi quincuagésimo onomástico le temía tanto a la muerte, que no había tenido las suficientes ganas ni para gozar de la vida, y ahora sentía tanta fobia por ésta, que sólo ambicionaba morir de una vez por todas.

Recuerdo que aquella noche, la de mi cumpleaños, me abandonaron definitivamente los latidos y me hundí en aquella melosa ciénaga del sino sangriento tras la descarga del revólver de la diabólica Alex, mi novia, con quien acababa de firmar un pacto con el objeto de que yo, no le temiera más a la muerte.

Después de miles de años, cuando la fecha y la hora ya me eran indiferentes, me encontré con la bella Alex, a quien aún recordaba vivamente. En realidad, sólo a ella recordaba, la de la demoníaca mirada.

Nos aproximamos, ella estaba igual, y en medio del tormento de mis días rutinarios y sin paz, con la poca fuerza que exhibe el vencido, la increpé:

-- Me quedaron muchas preguntas que ya ni tengo ganas de recordar, pero la más importante sin duda es: ¿por qué el asesinato?.

-- Yo sólo cumplí con mi parte del pacto, porque ya habrás notado que no se puede morir más de una vez, sólo la primera, las posteriores son para deleite de los fantasmas que experimentan entonces, un poder ilimitado, aquél por el cual se maneja todo lo aleatorio. Por otra parte, vos estás cumpliendo puntualmente. pagando las cuotas convenidas en el pacto, claro que este contrato es perpetuo y nunca puede prescribir --respondió Alex con una satánica sonrisa en sus rojos labios, mientras que, tomándome del hombro con su pálida mano, atravesábamos juntos la pared.