129- LOS REPOSAPIÉS DE MI SILLA. Por Carmen Carnicero, paciente de Ataxia de Friedreich, de Granada.

Los reposapiés de mi silla forman parte de ella, tanto que, sin ellos, me quedaría "coja"... qué digo coja, mutilada. Son (como para todos los atáxicos usuarios), mi punto de apoyo. Para poder desplazarme-moverme, aunque tenga las posaderas bien posadas sobre el asiento, si no tengo los pies apoyados, cualquier movimiento que haga, podría ocasionarme una caída.

Para empezar, esa noche tocaba Juan Requ y con él, nuestro amigo Antonio. Así que, Jose (mi esposo), y yo, nos pusimos nuestras mejores galas: chupas de cuero, botas, pañuelo al cuello y demás atuendo rockero, y nos fuimos "pal" concierto. No digo nada del espectáculo, pues cuando se ha visto tantos (y los que me quedan), da un poco igual, y más, si lo que interesa en realidad es solamente uno de los músicos... lo demás da igual: Se aprecia lo que hacen, pero da lo mismo que sea Juanito Olé o Leandro Platz. Lo único que realmente apetece, es que acabe el concierto, para ver a tu amigo. Y finalmente acabó, y nos fuimos al bar más cercano en busca de las cañas correspondientes con el grupillo de amigos que inevitablemente siempre se encuentra en esta clase de actos. Caña va, caña viene. "¡Ji ji, ja ja" (por los padres, iba ser Sr. José) "Adiós, adiós...".

Jose trae el coche. Lo pone al lado de los contenedores. Y mientras me va montando, le muestra a su amigo las ventajas de los raíles que hemos mercado para subir la silla al maletero.

- ¿Ves?.

Sube la silla. Cierra el maletero. Suben uno adelante, y otro atrás. Se oyen sendos portazos. Y nos vamos a por nuestra merecida copa. ¿Adónde? Pues al bar de moda donde seguramente irán todos, para variar.

Y efectivamente llegamos al bar, tras unas cuantas vueltas en busca de aparcamiento. Y, cuando abre el maletero para sacar la silla, ¡nos habíamos olvidado los reposapiés! Inmediatamente me vino la imagen de ellos apoyados en el contenedor.

Volvimos a buscarlos. Y, al no encontrarlos, nos fuimos de allí, sin saber muy bien adónde. Íbamos despistadamente por el centro de la ciudad, y, de repente, vimos un montón de policías (por lo visto esperaban que pasara alguien).

- ¡Mira! ¡Policía! Vamos a preguntar. Para eso están -dije, ante la reticencia de mis acompañantes.

Los policías, con esa fría actitud de: ¡en guardia!, rápidamente, se acercaron al coche.

Había algo dentro de mí que me obligaba a no darme por vencida. Hubiera sido casi lo lógico tal y como había ocurrido todo. Había pasado ya más de una hora. Estábamos construyendo castillos en el aire. Pero, inexplicablemente, sentía la necesidad de ver adónde me habían llevado los reposapiés. Por ello, ante un grupillo formado por una media docena de policías municipales, nuestro viejo mercedes ranchera, 300TDI, gris metalizado y con desconchones, ocupado por un joven matrimonio y un músico, (con una silla de ruedas, visible en el maletero) se plantó allí en medio. Al comprobar que no se trataba de nada relevante, los policías poco a poco se iban separando de nosotros para volver a sus posiciones anteriores y a su conversación interrumpida. Por lo que, según Jose iba relatando los sucesos, acabaron dejándonos en las únicas manos de la agente Alejandra.

- ¿Qué me dices? ¡Que se ha llevado el camión de la basura, los reposapiés del carrillo! ¡Uyy! -exclamó..

Rápidamente, cogió ella su fono, y llamó por él:

- ¿INAGRA?.

En aquel momento me vino una sensación de calma. Por fin, ya íbamos por terreno seguro.

Mantuvo una distendida conversación en la que se refirió a nosotros como "ciudadanos muchachos", ya que no se nos podía clasificar de simples ciudadanos, ni tampoco podía denominársenos muchachos, a secas. Por tanto, ella, nuestra heroína, se sacó un nuevo adjetivo de la manga, que, además, nos encantó (alguno rondaba ya los cuarenta). Aunque era el más adecuado, ¿no?.

- ¡Rápido, dad la vuelta aquí mismo!.

Nos íbamos al vertedero. Tras la charla con el encargado, el jefe, el que mandaba, (que a mí me pareció un señor) en la que salieron a relucir nombres de amigos-conocidos comunes y las correspondientes peticiones recordatorias de ambos. Acabando con instrucciones claras y concisas, según las cuales, él se encargaba de dar las órdenes pertinentes para nuestra recepción.

Decididamente, la agente Alejandra se había puesto al mando, y nosotros, cual dóciles colegiales, asumíamos sus enérgicas indicaciones, confiados en su buen hacer, pues ella estaba de nuestro lado, y quería, como nosotros, poner lo que hiciera falta de su parte para que recuperásemos los reposapiés.

- ¿Lleváis móvil? -preguntó.

Entonces no era tan habitual el uso de éste. Pero, en esta ocasión y debido al carácter itinerante de la profesión de nuestro amigo, tuvimos la fortuna de disponer de dicho instrumento.

- ¡Mantenedme informada! -suplicó.

¡Con ese cariz imperativo, hubiese sido imposible no hacerlo! Así que dimos la vuelta en mitad de la plaza (eso está prohibidísimo), con la seguridad del permiso otorgado por la superioridad de nuestra agente.

Al encontrarnos, con la única luz de la luna por una solitaria carretera comarcal donde no había ni un alma, volvimos a llamar a la agente Alejandra. La cual, antes de escucharnos, dijo:

- ¡A la Malá!.

Habían cambiado el vertedero de lugar... a un pueblo del otro lado de donde estábamos.

En la oscuridad de la noche, tras algunas vueltas, llegamos por fin al vertedero. Entramos en un escenario lunar iluminado por grandes focos. Al fondo, se veía algo parecido a una piscina inmensa, donde los camiones descargaban la basura. Ésta iba bajando por un agujero que tenía en el fondo y, salía a unas cintas transportadoras, concretamente dos. Al final de ellas, y en otra sala a la que se accedía bajando unas escaleras metálicas, había sendos hombres metidos en escafandras, ocupados en ir seleccionando, tranquilamente, la basura. Atravesando la cortina de humo, provocada por el hedor de la inmundicia, los muchachos se acercaron a ellos. En el preciso momento en que Jose preguntaba a una atónita escafandra algo sobre unos hierros de reposapiés de una silla de ruedas, ¡apareció uno, avanzando, hacia él, sobre la cinta!.

- ¡Míralo! -gritó Jose.

- ¡Mira el otro! -gritó seguidamente su amigo-. ¡A la izquierda!.

Acabamos la noche a las 6 de la mañana en el bar, al que originariamente íbamos a ir. Un descendiente de Luis Rosales, (coetáneo de Lorca), al ser uno de los pocos parroquianos que quedaban, fue el electo absorbente del entusiasmo, emitido con el reporte de nuestra aventura. En el transcurso de la cual, al seguir la intuición generada por mis pies, llegamos incluso a perdernos en la tranquilidad de un pequeño pueblo persiguiendo camiones de basura.