131- "EL SECRETO DE PANDORA". Por Pilar Ana Tolosana Artola, paciente de Ataxia de Friedreich, de Vitoria.

A menudo, Pandora se preguntaba si cuando fuera mayor sería tan bella y preciosa como la mujer de la leyenda. Sus dos paletas la asemejaban a un conejo, y su cara mofletuda recordaba a la de Popeye después de haberse tomado las espinacas: se la habían caído todos los dientes menos los dos delanteros. Todo esto hacía que nuestra Pandora tuviera un aspecto un poco cómico. Por no hablar de su tosco cuerpecillo, realmente un poco desproporcionado, aportándola una estructura un poco diminuta. Rezaba todas las noches para que el metabolismo no jugara demasiado con ella, y se estabilizara al cumplir los quince.

Ahora tenía diez añitos, y Pandora seguía sin saber recitar, en inglés, los días de la semana. Eso era lo que la profesora le había preguntado hacía solamente una fracción de segundo, y ella seguía con sus pensamientos, enfrascada en la obsesión que tenía por la mitología griega.

- Sunday... Wednesday.. -respondía Pandora.

- Debes tener mucha hambre. Te has zampado Monday y Tuesday, pero continúa -corrigió "la seño".

- Thursday... Friday, y Sabaturday.

- ¡Casi! Sábado es Saturday, no Sabaturday. ¡A ver si atendemos más en clase, Pandora! Y cuida la pronunciación, que el Inglés no consiste en realizar una declamación tremendamente cursi... ¡Además los días de la semana hay que saberlos como el Padre Nuestro!.

Pandora se sintió aparentemente humillada por no haber solucionado algo tan fácil, pero sobre todo tuvo lástima de la maestra, porque no sabía con quién se estaba jugando los cuartos con su actitud arrogante. La verdad es que a la testaruda niña no le daba la gana de recordar los días de la semana en inglés.

"Pandora había sido enviada al mundo como la fuerza más rápida para destruirlo. El dios Júpiter la inventó; junto con Vulcano, que la dio forma. Cada dios ofreció algo distinto a esta criatura para que atrajera y conmoviera: Minerva la entrega un armonioso vestido; Afrodita la brinda belleza infinita; Hermes la confiere el don de la lengua, y Apolo la da una suavísima voz. Antes de descender a la tierra, Júpiter la entrega una caja donde se encierran los males del mundo. A pesar de que se le prohíbe abrirla, curiosa, la abre; todos los males comenzaron a salir de la caja, y ya no pudo cerrarla. Cuando todos los desarreglos salieron, Pandora vio en la esquina de la cajita, un pequeño pájaro: Era la esperanza".

Todo esto de la caja de Pandora es sólo un mito griego, sin embargo nuestra joven Pandora no dejaba de preguntarse qué pasaría si tuviera algo más en común con esa mágica mujer. Su caja de los cromos podía ser la que Júpiter le entregó a la Pandora auténtica.

Mientras "la seño" seguía con sus explicaciones, Pandora se sentía cómoda, ya que nadie la miraba. En la clase ella no solía llamar mucho la atención, pero siempre le hacían cuestiones a las que no sabía responder: entonces, se ponía colorada, como un tomate, y se moría de vergüenza al ver cómo todos la observaban como si fuera estúpida.

Y es que las interrogaciones solían ser sobre cosas que se habían dado en la clase, y Pandora era de distracción fácil. Con el vuelo de una mosca, ya estaba despistada totalmente. Gracias a que era un poco espabiladilla, y los libros le valían para sacar sus conclusiones y aprobar los exámenes

Había un niño en la clase, sólo uno, que no le quitaba ojo. Ponía nerviosa a Pandora: cuando hablaba de él, eludía directamente su nombre, y le llamaba concisamente "Engendro". Éste, en verdad, sí que era un desarreglo, siempre encorvado hacia delante, y sorbiéndose unos mocos verdes y asquerosos. Un día le iba a sentar mal tanta mucosidad a su aparato digestivo. Lo que ciertamente molestaba a Pandora, era no que la mirara a ella, sino que observaran con tanta premura y minuciosidad sus zapatos ortopédicos. Era innegable que con sus varillas metálicas eran distintos de los de los demás, y todo lo que es diferente se mira con más ganas; pero una cosa es mirar, y otra, "remirar", como hacía el horrendo niño. Continuamente estaba fisgando las piernas de Pandora. Era como si estuviera esperando a que evolucionaran... como si fuera a pasar con sus pies algo sorprendente que revolucionara la teoría de las especies de Darwin.

- ¡No! ¡Si aún tendré que darle una patada en la espinilla a ese crío neurasténico, para que vea que no hay que tenerme lástima! ¡Vaya, con el Engendro éste! ¡Cada día tiene mocos más verdes y moldeados! -exclamaba Pandora, aborrecida.

Pandora le llamaba "Engendro",. Sin embargo esto era sólo "made in ella". Los demás, en el colegio, lo designaban "El Donuts sin agujero"; lo de sin agujero debía ser algo así como el apellido que a algún graciosillo de turno se le ocurrió agregar al mote de Donuts.

Donuts, o Engendro, no paraba de atiborrarse de dulces bien azucarados, como el que le daba apodo... y su fisonomía había adoptado una indiscutible paridad con la del bollo americano. Además, por comerse un pastelillo, el frondoso chaval hacía lo que fuera. Era un auténtico adicto al azúcar. Como aquella vez que a Alvarito, aquel encanijado chulesco que por ser repetidor, se creía el amo del mundo, encontró cincuenta céntimos en el fondo del inodoro del colegio, y le hizo meter la mano para cogerlos al gordito del Engendro, a cambio de una bomba de nata, que luego nunca llegaría a saborear:

- Los placeres se gustan antes con el cerebro que con el paladar, querido Donuts -dijo Alvarito escapando con la moneda.

Y dejó a Donuts con la lengua fuera, la mano chorreando, y la mirada perdida. En el fondo, a Pandora le daba pena su inocencia subversiva, y acudió a consolarle:

- ¡Si se veía venir!.

- Pero, me iba a dar una bomba de nata -afirmaba el honesto infante.

- ¡Claro, con los cincuenta céntimos que le has sacado de ahí! ¡Qué pardillo! ¡Te van a trillar antes de que llegues a la pubertad!.

A la sazón, Pandora se alertó de cómo, toscamente, el niño desdichado inspeccionaba los hierros de sus botas. Sintió repulsión y ganas de insultarle en aquel momento, y se fue como alma que lleva el diablo, antes de desbocar su ira, y acabar como no quería.

Alvarito era como un pequeño dictador entre todos los niños de esa clase, que, todo hay que decirlo, eran un poco memos. Lo peor de todo era que los imberbes éstos, no lo reconocían... y, cuando menos lo esperaban, el destino les daba un desaire tal, que normalmente su vida se veía truncada por cualquier tontería. En este aspecto, Alvarito era el más maduro de todos... bueno, todo lo maduro que se puede ser con trece años escasos.

Miraba a todos con prepotencia, como si les estuviera perdonando la vida. Era como si se creyera de raza superior, como si se identificara como intocable.

El flequillo, de un rubio dorado, le caía sobre los ojos de topacio negro, y resoplaba de vez en cuando para que se dispusiera donde no molestara de una forma natural. La naturalidad da sencillez, la sencillez, elegancia, y la elegancia depende de cómo se lleve... belleza original, o zafia chulería. Sin duda, lo de Alvarito era chulería, incluso los granitos precoces de la sigilosa pubertad que se le acercaba, eran motivo de anticipación hacia ese estado en que los niños tanta prisa tienen por llegar: el de hombre, angustiado por el paso del tiempo. Esta coletilla no la saben. Por eso, nunca apreciarán el estado principiante de proyectos en el que se encuentran. La vanidad precoz de este crío, a Pandora le fascinaba. Nunca reconocería que en clase, al estar Alvarito sentado delante de ella, miraba su perfecta y recortadita nuca durante horas, sin hacer caso de lo que decía la profesora desde su mesa subida en la tarima.

La inmensa mayoría, dos tercios de la clase eran chicas que negaban estar locas por este jabato. Sin embargo, Pandora sabía de tres o cuatro que realmente no estuvieran impresionadas con la jactancia e insolencia de Alvarito. No obstante, el niño prefería a las chavalitas de sexto, que ya empezaban a tener curvas, y dejaban de estar tan planas... no como la enjuta Pandora, embutida en su uniforme azul.

El catorce de Febrero, día de los Enamorados, Pandora le escribió a Alvarito una carta de amor. Antes de terminarse el recreo, iba a deslizársela en el pupitre, pero al resto de las compañeras que estaban coladas por él, se les había ocurrido lo mismo. Y, cuando llegó, se encontró el escritorio lleno de papeles. Entonces, pensó que tendría muy pocas posibilidades frente a las demás, y fue a tirar su carta a la papelera. Por el camino, se topó con Alvarito, y éste se la arrebató, y comenzó a leerla en silencio. Cuando hubo llegado al final, levantó la vista, besó las mejillas de Pandora, y finalmente la dio un ósculo en la frente:

- Quien acabe contigo tendrá mucha suerte, pero debes elegir al que merezca la pena gozar de un minuto contigo -y con estas palabras, Alvarito muy serio, abrió su mesa, cogió, ordenadamente, todas las misivas románticas de las otras féminas, y tiró todas a la papelera, sin leerlas siquiera; rompiendo los corazones de las damiselas que lo contemplaban para ver si se emocionaba y buscaba la mirada perdida de alguna de ellas.

Pandora solía desilusionarse al no hallar en su pupitre ninguna muestra de amor aquellos amorosos días. Sin embargo, ese día su sonrisa era de verdad por primera vez, y nunca más sintió que era diferente por los hierros de sus piernas. Alvarito resultaba encantador hasta con sus negativas, y ésta era una característica continua en él.

Sumida en estos dulces pensamientos, Pandora no advirtió que había que sacar las frases traducidas al inglés, que el día anterior, la profesora les había dictado como deberes para casa. A Alvarito, la maestra le mandó a la pizarra a escribir la primera frase. La segunda le iba a tocar a Pandora. Al ver a Alvarito en el encerado, ella supuso lo que iba a pasar: que luego la tocaría a ella. A toda prisa sacó el cuaderno con las frases. Mientras corregían la primera, Pandora en su sitio, resolvió la que le iba a tocar.

- ¡A ver, Pandora!, ¿has hecho hoy los deberes? -interrogó la profesora, mirándola de soslayo.

- Claro, señorita -afirmó Pandora, admirando la ironía con la que la profesora hacía la pregunta.

Tapando el cuaderno con el pecho para que no se pudieran ver los espacios en blanco debajo de las frases copiadas en castellano, se centró en calcar con la polvorienta tiza "the green car is at home". Luego, se dio la vuelta, para que todos pudieran ver lo escrito en la pizarra. Entonces, por la ventana, pudo ver a una mujer delgada, enfundada en unos vaqueros. Era tan rubia como Alvarito, pero con el pelo más largo. En lo primero en lo que recapacitó fue en que su madre la hubiera ido a buscar. Sin embargo, Pandora casi no la recordaba. Le habían dicho que, cuando ella era muy pequeña, y vio que había venido con una tara en las piernas, los abandonó a Pandora y a su marido, al no poder soportar la desgracia. Todo eso a Pandora no la cuadraba, porque si hubiera sido así, no la hubiera acompañado ni en sus primeros años, y hubiera escapado justo después del parto.

Un regalo, un regalo encontró un día debajo de su cama. Era la misma cajita donde Pandora ahora guardaba sus cromos, con un mechón de pelo casi platino atado con un lacito rojo, y una figurita de barro engalanada con un colorista vestido. La figurita y el mechón los había introducido en una vasija que tenía en su habitación. En la cajita metió sus cromos. La niña no contó a nadie que había localizado este hallazgo.

Algo la decía que la mujer de afuera era su madre... la misma que la había dejado como herencia la caja, "La Caja de Pandora". El tiempo se había parado en ese instante, solamente ella podía hacer eso en la mente de Pandora... sólo su madre. Y clavó sus pupilas en las de Pandora, omitiendo el perjuicio de la distancia, convirtiendo en un segundo lo inverosímil en permisible, y lo quimérico en aceptado por los dioses.

En su ensimismamiento, Pandora dejó caer el cuaderno sin respuestas, y la profesora que ya se olía la tostada, se convenció absolutamente de que la prepúber no había hecho los deberes de inglés. La vena del cuello de "la seño" se estaba hinchando por momentos, y su cara era todo un poema.

- ¡Ya está bien, Pandora! ¡Ya no sé qué voy a hacer contigo! -explosionó, desgañitada la tutora.

A todo esto, a Pandora la situación le debía parecer irrelevante, y tomó el cuaderno como si nada hubiera pasado. Hasta entonces, había sido como si estuviera levitando en las alturas, salvando las miradas y las vacilaciones de todos. Porque ella era Pandora. Y cuando quisiera, podría abrir la caja de los horrores y acabar con todos: con "la profe" chillona, con el niño zampadonuts, con todo lo que no toleraba. Pandora observaba con petulancia a la profesora:

- ¡Cuándo acaben las clases te vas a quedar haciendo la traducción de todo el tema número siete! ¿Entendido?.

- Claro -respondió Pandora, sin intenciones de hacer caso a la orden.

Era cuestión de preferencias, no era nada personal. Pandora no podía hacer caso a la profesora. Tenía que ver a su madre... no podía estar con ella habitualmente. Estaba segura de que aquella mujer rubia, que paseaba por los umbrales de la escuela, era su madre. ¡Tanto tiempo esperando estar con alguien que la entendiera, que la comprendiera! Y la maestrilla, ésa de pacotilla, quería echar por tierra los planes de Pandora. No vislumbraría jamás que estaba así anulando su supervivencia y, al fin y al cabo, sus ilusiones y utopías.

Siete, tendría que traducir el tema siete. Siete, como los siete ángeles y las siete plagas del Apocalipsis... siete. El número favorito de Pandora no podía ser el mismo que la condenara a seguir por la vida sin conocer a la persona que la había dado una identidad tan reavivante: Pandora, el nombre de una diosa terrenal. También eran siete los años que Pandora habría querido tenerla cerca... y sólo siete los minutos que su corazón había empezado a latir. Parecía que le pasara algo extraño, pero era sólo que, ahora y por primera vez, Pandora tenía una razón para seguir. ¡Una razón! Casi le resultaba difícil pronunciarlo en su cerebro: una madre... una razón...

Y allí parada de pie, Pandora aguantaba la charla de la acalorada adulta, hasta que la dio permiso para sentarse, de nuevo. Pandora esperaba que el reloj fuera un benefactor para con ella. Sacó del pupitre su caja, y la aguzó fijamente, como si se viera en la alternativa de abrirla o no. Aplacó su ira bebiendo un chorrito de agua. La profesora de Inglés, le había dado autorización para que se retirara un momento a los lavabos.

Lo que la maestra ignoraba era lo bien que Pandora sabía hablar inglés en la intimidad. Su madre era londinense, y la niña las conocía de sobra algunas palabras y expresiones del idioma de Shakespeare, puesto que las debió aprender en su niñez más prematura... aunque no se supo muy bien nunca por qué. Nunca quiso hacer público su nivel alto en la materia. Sin esforzarse demasiado en la asignatura, era capaz de sacar notables en los exámenes escritos. Veía constantemente programas en inglés en la MTV y en el Canal Digital, y no tenía ninguna dificultad para comprenderlos. Para Pandora, lo espinoso era hacer creer a los demás que no sabía algo que controlaba plenamente. Para ella era un juego, un reto.

- ¿Será plomiza? -solía criticar a la profesora, cuando se equivocaba en el encerado al escribir alguna palabra.

No se explicaba cómo una persona tan incompetente, podía haber llegado a tener esa profesión.

- No seas tan dura con ella. Todos tenemos fallos de vez en cuando -concluía Albertito, cuando se lo comentaba.

- ¡Parece mentira que tú seas tan tolerante con ella! -añadía Pandora, boquiabierta.

- Es que después de verla a ella con sus fallos y sus errores, me recreo en que, cuando sea mayor, encontraré un trabajo con tres meses de vacaciones.. y no acabaré en la cola del paro a la primera de cambio.

- Pues desde ese punto de vista, ya puedes meter las patas que te dé la gana, y nadie te dirá nada, aunque se dé cuenta.

- Será que somos pocos los que nos la damos. Además si yerra en lecciones de primaria, figúrate los traspiés que tendrá en la vida... fuera de estas cuatro paredes -agregaba él.

Los dos chiquillos reían opíparamente.

Es lo malo de saber demasiado, y Pandora en inglés era un as... podía jugar a que la infravaloraran. Lo malo para los demás, era una gran ventaja para la niña. Jamás se sentiría desgraciada por no responder a una pregunta de inglés. Si no respondía, era porque no quería hacerlo, no porque lo ignorase.Ya lo dijo Paul Valéry, que la ignorancia tenía algo de extrema audacia, y algo de extrema timidez.

Pandora estaba loca por que sonara el timbre que indicara que podían salir de clase. Echaría, entusiasmada, a correr para abrazar y besar a su madre, ausente durante tanto tiempo. La alegría del reencuentro, le hacía olvidar los hierros de sus piernas. Desde que sabía que su madre la esperaba, Pandora sólo pensaba en sonreír. Fue entonces cuando se fijó en algo que la estremeció: Dos hombres de espalda cuadrada y ropas enlutadas, se acercaban tímidamente a mamá. Ella se dio cuenta, y nerviosa sacó un pitillo... lo encendió con un mechero azul, y empezó a fumar con ansia. A menos de la mitad, lo tiró al suelo, y lo pisó con fuerza. Su estado de exasperación era palpable. Intentó alejarse, pero los hombres de negro siguieron sus movimientos, y dejaron completamente al descubierto que la perseguían. Comenzó a correr, sin embargo, no llegó muy lejos, porque los dos hombres se abalanzaron sobre ella violentamente.

Pandora se levantó de su sitio, y fue hacia la ventana. Mortificada, vio cómo a su madre la ponían unas esposas.

- ¡Pandora, qué haces! ¡Siéntate ahora mismo! ¡Pandora, obedece! -gritaba histérica la profesora sin entender la actitud de su alumna.

La niña lloraba, opinando que los oscuros hombres eran policías, y que al no tener su madre la custodia de Pandora, estaban en la obligación de detenerla. Era consciente de ello, aunque seguía siendo duro para ella. Quiso salir. A Pandora se la enredaron las piernas, y cayó al suelo. Se golpeó las piernas con los puños, sintiéndose impotente. No había llegado a la puerta, pero sí a su pupitre. Antes, había dejado la mochila en el suelo, y desde el suelo, alcanzó su caja. Con temor de lo que pudiera pasar, enfurecida, Pandora abrió la caja... y de ella salió revoloteando un diminuto pajarillo que se posó en las férreas piernas de la chiquilla.

Más tarde, Pandora decidiría llamar Elpis al pajarillo: Esperanza, igual que aquél de la leyenda griega. A ella la castigaron de nuevo, y las clases se perpetuaron sin variaciones. No obstante, Pandora ya era un poco más feliz, porque ahora su corazón albergaba esperanza: Esperanza de que un día podría estar con su madre que la quería, y de que sus piernas podrían volar...