29- EL GARAJE. Por Pilar Ana Tolosana Artola, paciente de Ataxia de Friedreich, de Vitoria (España).

En su silla de ruedas, desde un balcón contemplaba las escenas del parque próximo a su casa que le resultaban alcanzables a su mirada. Los niños, que jugaban a deslizarse por el tobogán, dejaron su juego para correr hacia el carrito de los helados conducido por un pequeño hombrecillo con cara de pan y nariz aguileña. Los chillos de los chavalillos se fundían en una voz que exigía el dulce, claro, pero de distintas variedades: Anita lo quería de vainilla. El hijo de la vecina del quinto lo quería de fresa. Y otra niña, a la que nunca había visto, con una faldita turquesa y un lazo enorme en la cabeza, rogaba por un helado de nata y nueces. Otros niños corrían hacia sus madres para ver si ellas les daban dinero para comprar las golosinas.

- ¿Qué haces hermanita? -interrumpió la voz cortada y seca de Amelia, la única hermana de Yolanda.

- Nada, nada -contestó Yolanda a la vez que se cubría la cara con su propio pelo.

- ¡Yoli, Yoli! Pero... ¿no estarás llorando?.

Sí, efectivamente, estaba llorando. No era una cosa muy rara, porque Yolanda solía pasar mucho tiempo así: gimoteando en la soledad entre respiraciones entrecortadas y sollozos callados. Pero su hermana Amelia se inquietaba al ver esto. Desde que tuvo un accidente de tráfico cuando iba en un coche con unos amigos desde Alcalá a Madrid para ver jugar al fútbol al Real Madrid contra el Betis, Yolanda no había podido reponerse del todo al lesionarse la médula y no poder volver a andar. Esto, su disfunción, no era lo que había herido de muerte su alma, sino que otro de los chicos y su mejor amiga habían muerto en el lance. Ya cuando el coche había volcado, su amiga aún pudo decirle:

- ¡No me olvides, Yoli! ¡Nunca me olvides!".

Y segundos después, sin que Yolanda tuviera tiempo de contestarla, murió con los ojos abiertos y con la mirada incrustada en la de su amiga. Ella le gritó con todas sus fuerzas, con la esperanza de que todo fuera un mal sueño y las dos despertasen para ir a ver una película en el cine, para ir de compras juntas, o para ir al bar de la esquina y, mientras se tomaban una cañita, reírse de las locuras que solían hacer por el chico que les gustaba.

Amelia llevó la silla hacia atrás, cogió un cepillo del tocador y, mientras le cantaba una canción de Ana Belén que decía que había que tener fuerza, empezó a peinar con suavidad el pelo castaño de su hermana. A Amelia le gustaba acariciar el pelo liso de Yolanda, y ésta, a penas se quejaba cuando Amelia le daba algún tirón, porque sabía que peinaba su cabello con mucha dulzura y ternura.

- ¡Qué pelo tan bonito! ¡Lo tienes tan liso, tan delicado...! No como el mío, todo rizado, parece que continuamente estoy despeinada -expresaba la chica.

No era mucho mayor que Yolanda, sólo le llevaba dos o tres años. Momentos después del trágico suceso, ella pasó por allí con su vehículo en el momento en que los chicos de la Cruz Roja sacaban el cuerpo sin vida de la amiga de Yolanda. Y, llorando amargamente, ayudó a sacar a su hermana del coche en el que estaba encajada. En el hospital, al enterarse del diagnóstico de Yolanda y de que nunca podría caminar, decidió dedicarse a ella por entero. Y, sin llorar una sola lágrima, habiéndolas llorado antes todas, entró en la habitación donde estaba Yolanda y se lo dijo todo, cuidando del ataque de nervios que podría darle a la nueva discapacitada.

- Ya podemos irnos, Yoli -dijo la muchacha dejando el cepillo encima de la mesa-. Si no te importa, pasaremos antes por la librería. Tengo que comprar un libro: "Soledades", de Góngora.

- Bien, entonces antes de ir a casa de la abuela, pasaremos por la librería -esquematizó Yolanda.

Bajaron a la calle por la rampa de minusválidos y, tras meter a Yolanda en el coche y la silla plegada en el maletero de su Seat Toledo amarillo, Amelia condujo hasta la librería que había en un barrio céntrico. Todos los aparcamientos cercanos estaban ocupados, y Amelia descendió hacia un garaje situado en una calle cercana donde se pagaba según el tiempo que estuviera el automóvil aparcado allí. Tuvieron que bajar hasta el tercer piso para poder aparcar, porque los dos primeros pisos estaban llenos de coches.

- Tú, mejor, quédate aquí. Ya son las ocho y cuarto, y cierran la librería a las ocho y media. Si saco la silla y te llevo conmigo, nos cerrararían antes de que llegásemos -razonó Amelia.

- No te apures, Amelia. Vete rápido que yo te espero aquí -respondió.

La chica salió del coche no sin antes haberle dado a su hermana un beso en la frente y se alejó a grandes zancadas hacia la librería en busca del libro mencionado. Yolanda se quedó allí mirando por la ventanilla cómo de vez en cuando pasaban personas y más personas para recoger sus respectivos vehículos.

Una mujer de unos treinta años de edad se dispuso a abrir con la llave el coche de enfrente, un Citroën ZX nuevo. Yolanda la miraba pensando que estaría sola, pero no: su esposo, un moreno muy alto y levemente encorvado la seguía a breves metros a la vez que llevaba de la mano una pequeña niña mucho más guapa que su padre. La rubita no paraba de chillar y no quería subir al coche, porque sus "malvados" progenitores no habían querido comprarle unos huevos de los de la sorpresa dentro. La chiquilla pataleaba y pataleaba, pero su madre le decía, con tranquilidad y sosiego, que nada iba a conseguir con tanta tontería, que ya había conseguido que le compraran un perrito meón y que ya valía de caprichos por esa tarde. La niña se resignó cayendo en la cuenta de que nada más iba a poder sacar de sus "rácanos" padres, y se sentó en el asiento trasero del coche. Después de la rabieta y de que los adultos ocuparan la parte delantera del vehículo, la madre puso en funcionamiento el automóvil y salieron del garaje como alma que lleva el diablo.

Con esta distracción, Yolanda no se había dado cuenta de que ya casi habían pasado tres cuartos de hora desde que Amelia salió a buscar su libro y de que el garaje casi estaba quedándose desierto porque los dueños de los coches ya habían pasado a recogerlos. Entonces, la joven empezó a inquietarse por la tardanza de su hermana.

Ya era muy tarde y habrían cerrado la librería, pero Amelia seguía sin volver. Ese comportamiento era muy raro, porque ella siempre llegaba pronto cuando dejaba a su hermana esperando. Yolanda miró hacia atrás y vio que en el asiento trasero había una revista del corazón: DIEZ MINUTOS. La cogió para ojearla y puso en marcha la radio, que hasta el momento no había tenido ganas de escuchar. Hablaba María Teresa Campos sobre el cierre de la cadena en Barcelona y lo comentaba con algunos de los tertulianos. Como Yolanda ya se sabía la historia de memoria, optó por meter una cinta en la radio de las que había pululando por la guantera del coche. Era una cinta de LOS CHUNGUITOS, y como no le hacía gracia, la cambió por una de LA OREJA DE VANGOGH, quedándose dormida con la dulce voz de la cantante.

Al término de la cinta, Jose María García retransmitía por la radio un partido de la selección española contra algún equipo extranjero y sus estridentes vociferaciones despertaron a la bella durmiente. Yolanda miró el reloj y vio que eran las diez menos cuarto, apagó la radio y empezó a llorar viendo que su hermana todavía no había llegado. Decidió ir a buscarla, pero ella no podía andar. Entonces, se asomó por la ventanilla y pidió auxilio a un chico de gafas que en ese momento pasaba por allí.

- ¡Ayúdeme, ayúdeme, por favor! -gritó Yolanda desesperada.

El chico se acercó, y ella le explicó que su hermana había salido hacia mucho tiempo a por un libro y no regresaba. Le rogó que fuera a buscarla porque ella se temía lo peor.

- Verás... No sé... ¿Cómo se llamaba el libro? ¿Inocente, inocente? -se burló el chico pensando que era una broma y se fue corriendo sin atender a las palabras de la muchacha.

Viendo que por allí no pasaba nadie más y que no tendría porqué pasar ya que casi no quedaban coches en el aparcamiento, se puso algo nerviosa, sacó las llaves del contacto y abriendo la portezuela y se tiró al suelo con la intención de ir arrastrándose hasta el maletero y hacerse con las silla de ruedas. Ya en el suelo, un chico negro pasó corriendo, y aunque quiso intentarlo, Yolanda no tuvo tiempo de decirle nada al fugaz individuo.

Unos metros más alejada, estaba aparcada una furgoneta blanca, y Yolanda pidió a Dios que apareciera su dueño para ayudarla. Dos niñas de unos diez años se acercaron con precaución a ella.

- Venid un momento, por favor, venid! -dijo Yolanda.

- ¿Qué haces en el suelo? -preguntó una de las niñas.

- Me he caído. Bueno, a ver si podéis ayudarme. Yo no puedo andar, ¿sabéis? Estaba intentando llegar hasta el maletero del coche para sacar mi silla de ruedas. Si os doy las llaves, ¿podréis vosotras sacarla?

- Sí, claro. Anita sabe -respondió la misma niña que antes había preguntado.

Yolanda les agradeció la ayuda. Sin embargo, en el momento en que la supuesta Anita introdujo la llave en la cerradura del maletero, una mujer histérica entró en escena.

- ¡ Mis hijas, mis hijas! ¡Niñas! ¡Qué hacéis hablando con ésta! ¡Es una drogadicta! ¿No la veis tirada por el santo suelo? ¡Dios mío, Dios mío! ¡Qué horror! -vociferaba, sin atender a las razones que Yolanda y sus hijas daban, mientras se llevaba a las chiquillas a la furgoneta.

Yolanda pronto perdió de vista a la furgoneta blanca con toda su tripulación. Entonces, se puso a llorar en silencio. De repente, sintió una mano cálida en el hombro y una voz algo mate y ronca que le decía que no llorara.

- Tranquila, Gertru. Puedes salir. Es sólo una niña asustada -dijo el joven que intentaba tranquilizarla a una mujer y a su esposo que se escondían tras una columna.

El chico que le ponía la mano en el hombro era el joven de color a quien Yolanda no había tenido tiempo de decirle nada porque iba corriendo. El hombre y la mujer eran una pareja de ancianos muy noble y atenta que, al recibir las explicaciones, enseguida la subieron de nuevo al coche.

- Oye, muchacha, ¿por casualidad, esa hermana a la que esperas, no se llamará Amelia Sedano? -planteó la anciana después de que la joven les contara la historia completa.

- Sí, sí ...-contestó Yolanda.

- ¿De tez pálida y pelo rizado y moreno? -cuestionó el chico negro.

- Sí no hay duda. ¡Ésa es Amelia, mi hermana! -exclamó Yolanda con cara de Sherlock Holmes.

- No te preocupes, tu hermana ésta bien. Estaba en la librería de la esquina delante de nosotros esperando para pagar el libro que llevaba, se mareó y se cayó al suelo. Nuestro yerno, Ciro, la reanimó, pero aún así, decidió llevarle a urgencias. Nosotros hemos ido a su casa para avisar a su familia, pero no hemos encontrado a nadie en su domicilio -explicó el sabio y apuesto hombre a quien, cuando sonreía, favorecían las arrugas típicas de la edad.

Después de intentar avisar a la familia y regresar otra vez al hospital, yerno y suegros habían quedado en ir a aquel aparcamiento para hallar a una tal Yolanda, pues Amelia no cesaba de mencionar el nombre de su hermana y relacionarlo con aquel lugar.