30- HUMO. Por María Belando, amiga de un paciente de Ataxia de Friedreich, de Murcia.

Sintió de pronto una punzada de ansiedad al imaginar cómo sería a partir de ahora su vida sin aquella pequeña rutina. Su acostumbrada escapada semanal de cada miércoles, subir en un autobús siempre abarrotado, la mayoría siempre eran jóvenes estudiantes con el sueño aún pegado en los ojos, cargados de libros, algunos charlaban animadamente, otros, alargaban un poco más el sueño adormilándose en su asiento. También los había que cogían el autobús para acudir al trabajo. Nunca había encontrado ningún asiento libre, por lo que iba de pie, sujeto al respaldo de cualquier asiento, escuchando el incesante murmullo de los viajeros.

Al llegar a su parada, sentía un gran alivio al bajar entre apretones y prisas del autobús, y sentir el golpe de frío en la cara, y poder respirar el aíre fresco. Metía sus manos en los bolsillos del abrigo negro, y sosegadamente paseaba por el puente que cruza el río de aguas sucias que llegaba a la cuidad, al llegar al otro lado esperaba junto al semáforo para poder cruzar la avenida saturada de coches, y unos metros más allá, se adentraba por la gran puerta de hierro forjado que nunca era cerrada. En un intento de quitar dramatismo al imponente edificio, tiempo atrás, habían creado un jardincillo con árboles ahora centenarios, enormes árboles que en verano proporcionaban sombra a los despistados paseantes que quedaban en la ciudad, buscando, precisamente, un lugar fresco como aquel, pero ahora, en invierno, proyectaban oscuridad sobre el lugar, haciendo que pasar por allí, no fuese del todo agradable.

Al llegar al jardín, rodeaba una fuente que nunca tenía agua, y repasaba en sus bolsillos para ver si allí estaba todo, en uno, el libro que siempre le acompañaba a todos sitios, en el otro, el tabaco y el encendedor, y reanudaba, con paso tranquilo su camino, contando los peldaños de la amplia escalinata, uno, dos, tres, cuatro, el quinto bastante más amplio que el resto, seis, siete, ocho y nueve, y ante sí la enorme puerta de cristales abierta de par en par.

Desde la puerta, podía ver personas que iban y venían por los tres pasillos principales, cada cual a su camino, tratando de ignorar al resto, y se sumó a la circulación de pasos decididos, siguiendo por el pasillo que tenía de frente y entrando por fin en la tercera puerta de la derecha.

La cafetería, como de costumbre, estaba llena, reinaba un caos organizado y el bullicio, era como un hormiguero, gente que desayunaba con prisas, en la misma barra abarrotada, toda una fila interminable de gentes variopintas y frente a ellos, humeantes tazas de café acompañados casi siempre por tostadas o productos de bollería. Las escasas mesas también habían sido tomadas al asalto, ante la imposibilidad de quedarse de pie, junto a la barra, porque todo allí era prisa, y todos se tomaban el contenido de sus tazas sin darle tiempo a que se hubiesen enfriado lo necesario como para no quemarse la lengua.

Contrastando con toda aquella urgencia, y como si de un ritual se tratase, caminaba lentamente, esperando un hueco para poder hacer su pedido, y una vez situado, esperaba pacientemente que cualquiera de los cuatro frenéticos camareros le preguntase qué iba a tomar, la espera en ocasiones había llegado a ser de quince minutos, pero le daba igual, le gustaba esperar, observando como toda aquella gente, aún estando tan aglutinados, parecían islas desiertas, ignorándose los unos a los otros, con los ojos perdidos, para no tener que encontrarse con otra mirada, el reino de la incomunicación, como le gustaba imaginarlo, allí se sentía contento, sin tener que hablar con nadie, sin rendir cuentas, ni pesadas explicaciones, sin observar los ojos ajenos clavándose en él, como si nunca fuese delatado como una sombra siniestra, vestido de negro por completo, porque nadie podía imaginar, que si un día decidió vestir de negro, era una forma de protesta, se decía a sí mismo que llevaba luto, un luto por el desconsuelo, luto por gentes como aquellas, ignorantes y melindrosos, luto ante la fatalidad de saberse nadando contra corriente, nadando fuera del agua, un luto, en definitiva, por todos aquellos que le rodeaban, porque aún no había descubierto a nadie que mereciese la pena ser salvado.

Cuando el camarero, por fin, se daba cuenta de su existencia, y que nada había frente a él, acudía corriendo a preguntar que quería. Afortunadamente, el tiempo que transcurría desde que se realizaba el pedido, hasta que éste le era servido, era curiosamente escaso, entonces, cogía el platillo que sostenía el café cortado, y el botellín de agua mineral helada, y se dirigía al pequeño reservado situado en un lateral y con el pie empujaba una de las puertas batientes. Llegar allí era un descanso, casi nunca había nadie, y el alboroto de la parte principal de la cafetería, casi no llegaba a oírse. Una vez dentro, dirigía la mirada una de las cinco mesas dobles que había, era el lugar donde siempre se sentaba, nunca la había encontrado ocupada, y cada vez, respiraba con alivio al contemplarla vacía, allí, una mesa blanca de madera y metal, rodeada por cuatro sillas negras de algún material plástico, en el centro, un inmaculado cenicero de cristal, le estaba invitando a encender ese primer cigarrillo y comenzar el ritual:

Dejaba taza y botellín meticulosamente en el centro de la mesa, acercando un poco el cenicero, se sentaba junto a la pared, sacaba su paquete de tabaco, colocaba encima su viejo encendedor, y justo delante el libro, siempre lo abría con la intención de leer algo, pero antes, le gustaba contemplar la cara sonriente que había en la parte interna de la solapa posterior, observaba durante un minuto, y luego le decía, como si pudiese escucharle: si tan sólo pudieses estar aquí... Luego apartaba un poco el libro, y cogía el estuche de azúcar y vaciaba cuidadosamente sólo un poco del contenido sobre la taza, introducía la cucharilla, y removía el líquido caliente que contenía, lo hacía insistentemente, no le gustaba encontrar restos de azúcar en el fondo de la taza, una vez acabada, y le molestaba el excesivo dulzor de los últimos tragos, el café debía ser amargo, como su propia existencia, amargo como la vida, cogía la taza con ambas manos a la vez, para hacerlas entrar en calor, la acercaba hasta sus labios, y daba el primer sorbo, y en ese preciso instante fijaba la mirada sobre una lámina de van Gogh, allí estaban, insolentes, los girasoles le observaban desde la pared que tenía enfrente, casi los podía oír hablando entre ellos. Ya está aquí otra vez, mírale, melancólico y quejumbroso como de costumbre, ¿quién será?, siempre con el mismo libro, siempre con la misma ropa, siempre con el mismo triste desayuno. A veces, incluso había llegado a creer que le hacían burlas desde el otro lado del cristal que los aprisionaba. Entonces sentía la necesidad de ese trago de agua gélida que le trajese de nuevo un poco de realidad, sólo un trago que helara su boca y su garganta, y encendía el primer cigarrillo del día, aspiraba el humo y empezaba a tranquilizar los músculos, mientras fumaba, la mirada iba del libro al cuadro, del cuadro al libro, vigilando de reojo las puertas cerradas temiendo que entrase alguien en aquel preciso momento, pero nunca entraba nadie allí a esas horas.

Se dejaba caer sobre el respaldo y sus ojos iban más allá de la pared verde pardusca, imaginaba dos soles grandes apareciendo entre las verdes montañas, soles que poco a poco iban tomando el aspecto de dos ojos que le contemplaban benefactores, la pared había dejado de existir, para dar paso al despertar de esos ojos tan ansiados, imaginaba la boca, unos labios carnosos, blandos, dibujando una plácida sonrisa, imaginándolos cerca, pudiéndolos rozar con la punta de los dedos de la mano temblorosa embargada por la emoción, poder tocarlos, el mayor milagro.

Pero detrás de aquella pared no había dos soles, ni montañas, sólo una jungla de edificios de hormigón, entonces despertaba. Nunca sabía a ciencia cierta cuanto tiempo había pasado así, pero al volver en sí, el cigarrillo se había consumido, y el café se había quedado frío, lo acaba de un trago, se ponía en pie, y volvía a introducir libro, tabaco y encendedor en un bolsillo, el botellín de agua en el otro, y salía a la cafetería que había disminuido de concurrencia, pagaba a la salida la consumición sonriendo a la cajera, y se dirigía a la misma puerta por la que había entrado. Fuera seguía haciendo el mismo frío, pero ahora lo sentía clavarse en los huesos, subía la solapa del abrigo, y esta vez se dirigía con paso apresurado hasta la parada del autobús.

El camino de vuelta siempre se le hacía más corto, esta vez sentado, porque ya no había estudiantes, ni trabajadores, ni madres sujetando a niños que moqueaban. Siempre el mismo trayecto, y siempre se bajaba en la parada que había frente al hospital psiquiátrico.

Cerró de golpe el diario que estaba leyendo, casi con ira. ¿Dónde ir ahora, una vez demolido aquel viejo edificio?.