61- TREGUA EN EL PACÍFICO. Por Vicente Sáez Valles, (paciente de Ataxia de Friedreich), Zaragoza. Dibujos originales de Fina Martínez Monteagudo, (Distrofia Muscular), Zaragoza.

UNOS PEQUEÑOS ACORDES DE PRESENTACIÓN: Acabé de escribir este relato el 14 de Agosto de 1995. Por aquellas fechas una amiga muy íntima estaba bastante enferma: Tenía un cáncer y había ido a Estados Unidos a operarse siendo niña. En la transfusión cogió el SIDA. Había estudiado medicina. Hablábamos mucho de la vida, la muerte, la salud, y nos reíamos mucho. Su familia era religiosa y adinerada y no veía con buenos ojos que ella fuera conmigo. Ella luchó por estar conmigo, yo no. Nos alejamos; comenzó a salir con otro y le perdí la vista; a los 9 meses murió. La relación que mantenía con ella murió antes, pero a partir de su funeral me daba cuenta del inmenso dolor que sentí cuando dejamos de vernos, "como si me arrancaran un brazo y me doliera mañana". Sin embargo, cuando murió no me deprimí porque comprendí que la muerte es sólo un cambio, como cuando nacemos.

Este relato lo quise llevar a unas colonias que, mediante la Asociación Valenciana de Ataxias Hereditarias, se hicieron en un pueblo de Valencia, pero, como había problemas, me deprimí porque fue más importante el protagonismo y las reyertas que la vida o la muerte.

El tema central es una historia de amor en medio de una guerra: la búsqueda de sentido a la enfermedad. Hay dos acciones principales que se mezclan y complementan: un extraño viaje infructuoso de unos enfermos para que se les aplique un tratamiento. Uno de ellos sueña con un cementerio que no conoce, con un viejo y unos niños, descubriendo la verdadera solución a la enfermedad, que no es sólo la curación, sino empezar a luchar por la vida, no contra la enfermedad

Por tanto, este relato es un poco demagógico, así que no lo leas :-). (Vicente).



"El amor nace
donde muere el yo,
déspota sublime".

(Sigmund Freud).

I - VIAJE

Miraba atentamente como se empequeñecía el mar, desde su cubículo. Se encendió un cigarrillo para enjugar su tristeza y todas sus culpas sin querer recordar lo que dejó. Agarraba ensimismado la barandilla amarilla como si tuviera que exprimir el tubo y sintió vértigo del enorme vacío que crecía en ese cielo.

Es inmenso el espacio del cielo: formidable. La velocidad captura lo innato y me traslada al rincón más dorado de mis sueños; aquello que imaginaba no es nada, es lo superfluo de lo que creemos ser, lo que sobra de todos los seres. Es lo más alucinante que jamás me ha ocurrido: jamás sentí tanto poder, tanta alegría, tanto miedo. Es decir: tanto placer en un sólo espasmo. Jamás había viajado en un avión de verdad; probablemente, los lectores de la revista me tilden de timorato: lo soy efectivamente. Pónganse en mi lugar: lo mío no es el periodismo, sino narrar los sucesos de la manera más fiel. ¿Han escuchado el terrible estampido de esos ingenios aeronáuticos que surcan el cielo sobre nuestras coronillas y que son vistos con temor, mucho temor, aunque sólo sea por el ruido que hacen? Pues yo, ese fulano al que le pagan por contar esto, estoy dentro de un cacharro así, de esos que dejan líneas de humo, estelas blancas de un humo que se evidencia para morir en el transcurso de unos minutos.

Debía ser inscrito, perdón, escrito. Ningún médico apostaba por poner un número a su tiempo, como a ninguno de los pasajeros de ese vuelo casi improvisado. Pepejuán sospechaba de la gravedad de su enfermedad; únicamente se lamentaba de su precario estado físico; sobre todo de no haber podido disfrutar plenamente de las cosas de la vida. En especial, de las cosas sexuales, ya que es el único terreno en el que se lamenta no haber hecho cosas. Buscaba estructuras, moldes a imitar de esas cosas perdidas para no sentirse perdido.

Su estado físico le obligaba al registro magnético de su voz; luego, algún otro la transcribiría en un papel.

Las nubes son las líneas, los horizontes de los pájaros. Cuando ellos vuelan, y saben hacerlo, su límite son las nubes. La presión de perseguir una mariposa que revolotea encima de las nubes se transfigura en una entidad de imaginación, misterio, Si mi sueño es corretear entre las nubes (cúmulo-nimbos, por supuesto), el límite de las aves es mi sueño. En mi sueño hay oxígeno, pero los pájaros se asfixian al respirar el aire de una nube, si sobrepasan ese límite. Mi límite, en esa nube, es mi sueño.

El ruido de ese motor preconizaba mil destinos, pero... molestos todos ellos. El ritmo tonto de una circulación que se trasladaba debajo de la conciencia. Un susurro insípido que enervaba a las fibras más internas de ese joven-viejo presto a dejarse invadir por su enfermedad.

Cómo observarán, este motor es sumamente silencioso. Hay que indicar que se trata de una propulsión novedosa, activada por fusión nuclear y aprovechando el principio de inercia-nirvana del Premio Nobel en Física Ilse Ramírez. En un principio, el uso civil de esta novedad, es muy caro, pero, en breve, se descubrirá el verdadero ahorro que existe en el transporte de viajeros a cualquier parte del mundo. Este vuelo de pruebas es realizado gracias a la colaboración desinteresada de Industrias Farmacéuticas Worldlife junto con este maravilloso proyecto de investigación...

Las nubes son realmente informes. Desde abajo, en la tierra, semejan bolas de algodón, pero en este cohete irreversible son meras bocanadas de vapor de agua. Se mueven rápidas como sucede al abrir una sauna finlandesa, o como ocurre al pistón de una olla exprés que hierve judías blancas. Ya dejaron de distinguirse las olas, y todo es de un azul impresionista, sin horizontes, algo así como mi vida...

Pulsó el pause del grabador para tirar la colilla de la última calada. Carraspeó tres veces y se preguntó si había vocalizado lo suficiente.

Todo es enorme. Los mejores pájaros no vuelan tan alto como yo... en el descansillo de este avión. Un ave de metal que amortigua los ruidos de afuera. Cuatro veces más rápido que la velocidad del sonido en el aire: en las capas más altas de la atmósfera. La velocidad y la presión despedazarían mis tejidos y fluidos en un instante miserable; pero gracias a este útero de aluminio y plástico, la protección se halla garantizada. Nos desplazamos desafiando la muerte; dejamos atrás miles de muertos. Lo que miramos, lo más hermoso, nos puede matar. ¿Cuánto tiempo seguirán estando las nubes antes de que muera su forma? Pero las nubes seguirán siendo nubes, aún con distinta forma... Pero, ¿podremos cambiar de forma los humanos aún prestos a morir?

La azafata rubia enhebró su codo sonriendo. Una mujer no tan linda como se esperaría de una rubia platino de acento anglosajón de hermosa voz, de ese inglés incomprensible; era regordeta y tan alta como él; pero a él le despedía seguridad.

- ¡Venga! -le acompaño a su asiento...

La pareja se movía torpemente por los corredores del avión. Había cuatro filas de asientos repletas de turistas, de gente de colores en sus ropas, que estaban distantes entre sí, había una red imaginaria que los separaba, más gruesa a cada instante que pasaba. Ellos no lo sabían, pero el joven--viejo lo sospechaba.

- ¿Cuánto queda? -preguntó él.

- No se ponga nervioso, su carácter no es así. Estamos llegando, pero se le explicó que el viaje a la isla lleva poco tiempo. Lo que cuesta es tomar tierra. Estamos en esa espiral, no se preocupe.

Ésta no sé si necesita lavarse los dientes; tal vez los encale; como se encalan las mansiones andaluzas. El sol castiga los tejados de esas casas, una vez los vi.

Por fin se sentó. A su lado un individuo elegante, que leía siempre el Times, carraspeó y rebuznó algún taco británico. Quería estar solo y le molestaba su presencia. Se preguntaba por qué podía agraviarle: hasta ese momento fue lo más tímido que sabía ser. Pepejuán se sumió en la siesta del borrego a sabiendas de extraviar las referencias horarias, tras recorrer diez mil kilómetros en tres cuartos de hora.

Todo empezó en ese deseo de dormir. Durmiendo sentado, se sumió en la cabezada corta y llena de esplendor. Siempre soñaba con el mismo pueblo; un paisaje imaginario lleno de césped, amplitud, humedad, nubes, sol filtrado y lluvia. Pero Pepejuán nació en un lugar totalmente seco; él procedía de un rincón con sol omnipresente: cercano y agobiante en verano y lejano y helador en invierno. Pero la escenografía fue una localidad galesa o gallega o de la Britania más pura, con un sol mortecino, filtrado por mil arcos iris.

No sabía por qué, pero el paisaje del sueño era como el negativo de una fotografía de su vida: del desierto a la exuberancia de la población vegetal de sus sueños, de la vida de sus recuerdos o fantasías a la muerte de un cementerio que presidía el sueño, del cambio brusco de temperatura de su continente desértico, al clima oceánico, suave, insidioso.

No imaginaba nada más que las calles desiertas de ese pueblecito costero situado en medio de la humedad, en medio de un vergel intenso y de una mañanada de cielo. Sus ojos provocaban el desfile de unas callejas gris-piedra sin escaparates: la arquitectura era atemporal. Una puerta entreabierta bien podría dar paso a la panadería o a una barbería. Las chimeneas, bien podrían estar hechas de hierro o de pizarra. La época estaba indefinida con esas construcciones que arañaban lo natural.

El olor; la fragancia del campo hacía de la belleza un sutil dignatario ante algo que los humanos reconocemos: demasiada calidad humana. Unas rosas, el césped recién cortado y las aldeas vecinas que melificaban las montañas. Pepejuán debía pararse a contemplar el paisaje. Siempre que paseaba miraba al suelo, se fatigaba, respiraba en un ritmo demasiado lento; a Pepejuán, le molestaba que apareciera enfermo en sus sueños. No recordaba haber estado bien y tan adentro lo tenía... El cuello se quejaba de fijarse en el suelo, en ese pavimento desigual. La grava se alternaba con cantos y pedruscos de todos tipos y tamaños.

Las calles del pueblo del sueño de Pepejuán semejaban la oculta esperanza de sobrevivir en medio del espacio abarrotado de deseos grises. Informe era su pesadumbre, esa sensación de pérdida que le perseguía allá donde soñara. Pepejuán volvía a perder otra batalla de la lucha contra la muerte.

Se despertó sobresaltado con las carcajadas del alemán que, sin medida alguna, expresaba a gritos los sentimientos que le ofrecía la película de cine antiguo que seguía atento: un personaje de traje negro sufría las sonoras bofetadas de un posadero corpulento y bigotudo que había sido impactado en la cara con un pringoso pastel, en un accidente premeditado.

El avión, el fastuoso cohete llevaba una pantalla de vídeo de diecisiete pulgadas en cada asiento. Una entrada de sonido informatizada en el espacio reducido de cada viajero; todo lo que hablaban los oficiales de navegación, aparecía escrito en cada pantalla en el idioma que se eligiera (menos mal que estaba el español en los controles); es más, el vídeo mostraba el paisaje que el avión divisaba desde tres posiciones de las cámaras del exterior: no había ventanillas en los lados, excepto en los descansillos para fumadores.

Pepejuán pensó en una ráfaga de aire que pareció el cine cómico de hace un siglo, repetía las desgracias ajenas a mayor velocidad: sería por dar un mayor efecto cómico o porque en aquellos tiempos no se disponía de los medios técnicos suficientes para hacer reír a velocidad normal. La mirada inquieta de la japonesa:

¿Se habrá enamorado de mí?

- Perdone la molestia, no hablo bien castellano...

- ¿Se nota que soy español?

- No entiendo, pero sabe que vamos a un lugar de Sudamérica y como hablan castellano, usted entender todo...

- Bueno, sí, hablan en mi lengua o en inglés...

- Me interesa escuchar a gente sencilla, no a científicos; no creo que científicos hablen castellano. ¿Puede ayudarme en esa cosa?

- Claro, pero no se haga ilusiones con los terribles dialectos y jergas quechuas, tengo entendido que son complejas...

- No le entiendo...

- Ya le explicaré cuando lleguemos a tierra...

- De acuerdo, Yo me llamo Mirima...

- Pepejuán...

Su sonrisa era como el contacto de sus manos: tersas, jóvenes, claras, pero con apabullante temblor. Su saliva se escapaba debido a la paresia de un hermoso labio; seguramente, a él mismo se le caería la baba con tanto duermevela, pero, tan poco tiempo de viaje... Mirima volvió a darle la espalda; estaba sentada delante de Pepejuán. Inmediatamente delante, inmediatamente hermosa: envuelta en ese misterio que mirarla, era un sacrilegio. Estaba envuelta en un vestido azul de mar muy ancho, dejando adivinar una figura acabada, de porcelana china. Un moño perfecto delataba la procedencia de Oriente, pero sus ojos no estaban muy rasgados, tanto como esperaría un occidental, no.

Se me acaba de insinuar la chica más guapa de todas. Bueno, no se ha insinuado, sólo me ha dicho que existía. Tal vez, haya querido decirme que no he de propasarme con ella; que lo máximo que alcanzaré es una suave amistad. Pero, lo que yo quiero, es traducirle las costumbres y las ilusiones de las gentes nativas: aunque no tenga ni zorra idea de inglés. Ahora, empiezo a tener la sensación de que me desplazo.

Bueno, aquí en este viaje fulgurante de los amos del cielo a match cuatro todo sigue igual. Lo mismo que abajo, en el mundo. Pepejuán pensó en la debilidad que le ofrecería su cara de sueño en medio de un tubo octogonal lleno de pasajeros a los que apenas había podido sonreír en un ademán cortés, tonto. Luego pensó en ese maldito ruido, en ese maldito sueño y cómo podía ser que el poblado de su sueño se debería hallar en las antípodas de esa isla de Sudamérica a la que se dirigían. Volvió a caérsele la baba y volvió al sueño.

El suelo de azulejos desordenados, estaba castigado por una lluvia suave, inocente; teñía todo como una segunda sombra gris, plomo, lo mismo que el cielo, siempre teñido, quejumbroso. El cielo y el suelo eran la misma cosa en ese desfile tonto. Pepejuán caminaba torpemente, pero seguro, en las callejas de ese sueño, en medio de la vieja Europa. Estaba destemplado y mojado en esa manera de lluvia implacable. Las distancias no se podían medir porque el cielo, el pueblo y Pepejuán estaban hechos de la misma materia, eran la misma cosa. Sus ropas, su piel, se confundían con la materia del poblado en dimensiones humanas: Pepejuán gustaba de vestir vaqueros azules y camisetas grises. Sus zapatos negros estaban llenos de barro. Su caminar trémulo y lento, recorrió las calles del pueblo rozando los límites del pueblo en el que se alzaban las primeras copas de abetos anónimos por numerosos y que anunciaban las suaves cumbres de los montes y de colinas frondosas. A lo lejos, el suave murmullo del mar que nadie sabría donde estaba.

El avión seguía fiel ya que parecía no haber existido; la monotonía de la cadencia de esos motores hacía difícil imaginar a ningún pasajero que ya habían traspasado el Océano y que estaban sobre el Amazonas, todavía el pulmón del planeta. Bajo su estela, el puñado de pasajeros portador de enfermedades sin cura, ocurría una lucha a muerte salvaje, aquella que ningún hombre ha descrito. Ellos habían violado las reglas naturales si fueran animales; pero sus instintos estaban demasiado postergados. Debía existir una fuerza extraña que transformaba a los más débiles en bestias feroces. Unas bestias feroces que en su momento, absorbían sus agresiones e impulsos más primitivos en sobrevivir. Diez mil metros abajo, una hormiga estaba indefensa, pero la marabunta podía arrasarlo todo. Que no hubiera un jaguar, una piraña o una temida anaconda despistada, pues la ferocidad ajena les destruiría. La selva era un lugar de furia, de poder, de lucha, de una tímida destrucción: simplemente, en la selva te adaptas o dejas de existir. Algo así era la paranoia de los enfermos, alguna gente obligada a vivir en un mundo que no ha sido construido para ellos.

El hombre se halla en ese abrigo imposible del amor, pero su dicha era imaginarlo. Es sorprendente que la gente enferma que comparte este viaje conmigo sigan sonriendo, busquen el abrigo de ese amor, luchen por evitar la muerte. Lo que deben hacer, y así debo decírselo es que deben abandonar la lucha por evitar la muerte. Deben empezar a luchar para vivir, que no es lo mismo. No voy a hacer una arenga de "Hypocrates Corporation", aunque son ellos los que me pagan, pero debe empezar a ilusionarnos por las cosas de la vida el hecho de que haya personas que todavía crean en el engaño, en ese engaño del amor por lo que los humanos luchen a muerte...

- Perdone, no hablo bien su lengua... Pero me ha parecido oír que habla solo.

Pepejuán solamente rió las palabras farfullantes de un individuo regordete y oriental que ajustaba su camisa de flores varias a su acento extraño (del Japón), y a la voz poco clara.

Pepejuán mostró un aparato negro, cuadrado, que cabría en su mano y que servía para grabar la voz. Vio unos ojillos escondidos en las arrugas de una sonrisa omnipresente; cayó en la cuenta de que hablaba muy alto y de que el aparato y ese hombrecillo, eran japoneses.

Volvió a dormir. Estaba en los límites del pueblo; todo desierto de gente cuando se escuchaba la lluvia que golpeaba con hojas de castaños. Las hierbas altas, salvajes, anárquicas, preludiaban un camino cada vez más definido, puro que conducía a las sombras de arboledas. Un ciprés, una verja de hierro en muros de piedra y una tumba, anunciaron el cementerio. Un cementerio lleno de cruces clavadas, un cementerio viejo.

El sueño era que la verja chirriaba. Respiraba su soledad en medio de ese paisaje atónito: soledad tanto como humedad. Aunque se sabía que el cielo era blanco, sólo fijó su mente en la grava del corredor. Cabeza gacha y fresco; día ventoso como el viento del Estrecho o el Cierzo o el Levante o la Tramontana; y es que Pepejuán siempre había vivido en cambio permanente: a su padre le encantaba viajar, o a lo mejor, era que siempre le pringaban los traslados del ministerio porque no tenía personalidad, o eso decía su madre. Una telaraña evidente entre las rejas, tal y como el logotipo de algún partido fascista. Miedo, pánico fue la política. Tanto tiempo estreñidos en pensar o expresar merced a ese miedo que erguía a los españoles de los sesenta. Miedo a que el fiel representante de la muerte absorbiera a todos los que desean proseguir su presente. La rigidez de la verja oxidada eran los barrotes de una prisión del exterior; la puerta del cementerio es la entrada al enigma que une, o debe unir, a todos los humanos. Una perspectiva de la verja negra y las primeras tumbas viejas en granito viejo; los epitafios desconocidos; los nombres olvidados; las fechas del tiempo terminado y el lujo de las flores marchitas en unos jardines desordenados.

¿Quién pone flores en las tumbas?

- Le debo reconocer -le decía el médico en ese hospital.

El niño se desnudó en un ademán un poco torpe. El médico sonrió y le pidió a la enfermera que tumbase al niño en la camilla. Hacía frío y en ese hospital viejo, en ese cuarto austero, en ese consultorio insípido y marrón, el niño gimió y tembló.

- ¿Tienes frío?

Lo único caliente de esa sala de hospital, eran las miradas del doctor al trasero de la enfermera; era pelirroja y llevaba una bata ajustada de rayas azules y blancas: como si fuera de la Real Sociedad de San Sebastián.

Había dos mujeres y dos hombres en la sala heladora; la enfermera y la madre serían de la misma edad. El médico llevaba bata blanca, traje gris de franela y unos sesenta años. El consultorio público era un lugar pulcro, que olía a hospital o al almidón de las sábanas. El médico golpeaba el cuerpo del muchacho con un martillo de goma. Su rostro era tenso en medio de un vetusto, marrón, ruinoso consultorio del hospital de los años sesenta españoles. Pepejuán vio que el hombre ponía el pie en la luna por televisión a la vez que su madre le ponía las maripís en los pies; eso fue unos meses antes. En aquel momento, después de escuchar su tórax, de oprimir su corazón, de palmearle las piernas y de realizar mil filigranas en la piel desnuda del destemplado Pepejuán, el médico, arañó la superficie de la mesa de formica tonta y le indicó a la madre con gesto fracasado que Pepejuán debía caminar. La enfermera detectó esa mirada y supo perfectamente que el médico iba a dar un diagnóstico fatal. La madre le puso las botas al chico.

No había letras en la tumba del cementerio del sueño del viaje; o por lo menos, Pepejuán no las distinguía: bien es cierto que en el sueño Pepejuán no llevaba las gafas puestas, o no sabía leer en ese sueño, pero sabía que era la tumba del médico, no sabía cómo lo sabía, pero lo sabía.

Me pone especialmente nervioso que tengan que juzgarme el caminar. ¿Por qué no me dejarán en paz?

Las patillas de loco del médico, su pajarita negra, su olor almidonado, su camisa de algodón. Pepejuán temía una nausea especial de una varilla de madera de balsa con la que le miraban las anginas; una sensación de sequedad y desasosiego cuando un señor calvo te hacía decir a.

- A ver: ¡Abre bien la boca y di "aaaa"!

¿Cómo me las podía ingeniar para decir "a" con la boca cerrada?

Podía hacer ecuaciones de segundo grado a los siete años, aunque nunca las entendió, y leía extremadamente bien... pero caminar... La prueba más fácil para todo el mundo, pero compleja para el niño porque le miraban atento. El espacio libre en cuatro metros de largo. Un fluorescente temblaba; el niño iba a sentir el bochorno más terrible de sus siete años de vida porque caminaba mal, muy mal. Y cayó de bruces; se hizo daño, pero no lloró. Sintió la presión de las miradas de los tres gigantes desde el suelo de mármol gris y negro, pero no lloró, no pidió ayuda. No supo decir nada; se demostraba a sí mismo que podía hacer lo imposible, se apoyó en la mesa del médico y se levantó sonriendo lo indecible.

- ¡Muy bien, ahora vuelve andando...!

Y un cuerno... ¿Qué te has creído? ¡Por poco me rompo la crisma por haberte hecho caso!

- Haz lo que te dice el doctor, y no reniegues que siempre me dejas en ridículo -dijo la madre que estaba más nerviosa que Pepejuán.

Y ese es el imperativo de mi madre; es una orden continuada para calmarla. Me hacen creer que soy algo importante, suena así. Una alerta que no se cansa, una alarma que no se puede saltar por buen ladrón que seas.

Esta vez no tropezó con obstáculos imaginarios. Caminó de prisa con el apoyo de la enfermera que corrió a su par: no sea que se caiga y se rompa la cadera. Siempre que se cae algún enfermo tiene que romperse la cadera; no puede ser otra parte del cuerpo, no.

Por lo visto, la dejo en ridículo si me caigo; yo no soy responsable caiga o no, pero la afectada es ella.

Las miradas del médico escrutaron sus entrañas y se preparaba algún discurso desde lo más hondo de su saber. La enfermera lo oyó, lo supo. Ella conocía el gesto mecánico del médico cuando iba a realizar algún diagnóstico serio: gesto transitorio.

El neurólogo llamó a la madre a un rincón de la estancia fría para que se asegurara ese secreto. Miles de gestos en una conversación para la que no estaban autorizados ni la enfermera que la conocía, ni Pepejuán que vio las medias negras de su madre y las medias blancas de la enfermera.

¿Un tumor dicen? Creen que no les escucho, pero les he oído; ellos se apartan para hablar cosas de mayores y están hablando de mí. Ellos creen que no sé lo que es un tumor, y, efectivamente, no sé lo que es un tumor. La enfermera dice cosas para distraerme. La verdad es que tengo ganas de que lo siga creyendo.

- Este chico tiene el oído de un tísico, es un problema... -su madre, pronto supo que debía verter lágrimas de rigor, pero de tristeza; su hijo, Pepejuán, tenía un tumor de desenlace fatal.

El médico miró al niño con lástima y sin saber que ese diagnóstico era una sentencia de muerte. La madre escondía su pesar vistiendo rápido a su hijo y a sabiendas de que no lo aceptaría nunca más: ya sería un desprendimiento ajeno de su cuerpo. Serían dos cuerpos que exhalaban inquietud, fricción; tal y como fue la manera de vestir a ese niño:

- Señora... ¡Ha olvidado su bufanda...!

Al salir de la accidentada consulta el médico se tranquilizó. La enfermedad era un enigma para todos los del mundo...

Tal vez por ser algo tan desconocido la madre agarró con fuerza la muñeca de Pepejuán y salió disparada por la puerta maciza. Por los pasillos de ese hospital no había épocas. Sólo rostros anónimos y miradas resignadas. Los ruidos extraños, la algarabía de volumen bajo y ese olor, construían los mensajes del enigma mayor: la enfermedad terminal. En ese pequeño hospital, lleno de luz de fluorescentes no había clases sociales; ni ricos, ni pobres, ni guapos, ni altas, ni atractivos, ni poses: sólo formas de sufrimiento diversas y frío, mucho frío.

Nunca le di crédito al doctor ese que diagnosticaba tumores con tal seguridad y con una exploración física tan nimia que lo más extraño para Pepejuán sería acertar. "El médico con rayos X en los ojos", se le podría llamar, porque nadie sabe cómo veía esos males; eso sí, el susto no se lo quitaba nadie y lo peor, era que en la España de los setenta, las palabras del médico eran ley; las cartillas de la seguridad social eran como las tablas de Moisés: sólo estaba Dios y sus rayos por encima. Pero, menos mal que Dios no se quejó jamás de apendicitis.

Tras la maciza puerta blanca de la consulta, el doctor, se lavaba las manos después de tocar a un niño aquejado de algo raro. La enfermera se hallaba sorprendida y fastidiada por el trato que le dio a esos pacientes; sus gafas detectaron el rostro serio de la mujer de rayas y cofia de enfermera.

- ¿Por qué ha sido tan brusco con esa mujer y el niño?

- ¿Se le ocurre que hubiera dicho otra cosa?

La enfermera hubiera replicado de mil maneras pero no lo hizo, sabía lo que podía significar cuestionar la autoridad de un jefe sanitario. La mujer suspiró e intentó olvidar ese incidente tonto. Todas las reacciones serían de miedo. Pánico, se dijo Pepejuán paseando por la tumba de ese cementerio, el lugar de ese médico al que le sobrevivió. Cómo se esfumó la época de su visita, sintió el terror de un golpe. La tumba del médico era la que más flores tenía; flores del mismo tiempo, de otros deseos formulados y convertidos en el más intenso pánico de quién anuncia la muerte, siendo un pánico mayor que el que se siente hacia quien la ejecuta.

No era de extrañar que apareciera algún zombie o vampiro en el cementerio del sueño; esos personajes que asustan con su figura, están para eso, no hace falta decir que son terribles.

El cementerio, o sus personajes terroríficos, no le daba miedo. Era de día en esos lugares oníricos. Sin embargo, esa valentía no motivaba a Pepejuán. Su sentimiento de sorpresa era como los oídos tapados de ese avión, pero podía oír los chirridos de esa entrada de falso metal. Una agradable voz que no tenía sexo le despertó anunciando la llegada inminente; retornó a la actualidad mirando el trasero de una azafata que sobre la alfombrilla colorada del avión, desplazaba elegantemente su cuerpo entre pasajeros y pasajeras excitados.

El trámite se llamaba reconocer que viajábamos en el mejor avión de todos los tiempos; la sonrisa hipócrita sumida en esa ajena admiración de viajar al palacio de la tecnología. Pepejuán es mi nombre y he de admitir que soy un privilegiado; uno entre medio centenar de humanos, que padecemos extrañas enfermedades. Hemos sido invitados, una vez escogidos con ojos de bisturí a pasar una investigación, unas vacaciones de una semana, a ver si nos curan. Suena bien Sudamérica; como una flauta de cientos de caños o como un amigo que tenía que no dejaba de meterse cocaína por todas partes y con cualquier excusa. Ese murió. Ese se llamaba poeta: era un salido; si estaba cachondo, no dejaba de hablar de culos y coños, pero si no lo estaba, no dejaba de escribir poemas sobre echarse polvos con cosas inverosímiles como buzones, panes, bicicletas o cabinas telefónicas. No creo que nos curen.

Un absurdo le envolvía en ese sinsentido de lo nuevo; no supo si debía acostumbrarse a un sonido minimalista pausado de una propulsión enigmática:

¿Cómo puede imaginar un tipo como yo semejante maquinaria de las tripas de un prototipo desconocido ya que jamás lo ha visto?, ¿desea trasladarse este avión?, ¿cómo suena la inercia?, ¿cuál es su motor?

Acostumbrarse a ese monstruo de metal, a esos colores impresionistas, a esas nubes y no a otras, a atravesar un océano y un continente en tan poco tiempo.

El espacio del avión era un lugar insulso, moderno; era octogonal, no solamente cilíndrico. Los altavoces no dejaban de escupir palabras en inglés y japonés. Había ingleses, alemanes, un español y más de cuarenta orientales de rasgos orientales y camisas escocesas. Pepejuán no vio paisaje; la primera vez en su vida que cruzaba el Atlántico y no lo vio. Decían, por los altavoces que habían viajado encima de las nubes: como los ángeles... Pero con sexo; por lo menos, la azafata se habría tirado a dos o tres japoneses. ¡Claro, cómo estos son pequeños y jovencitos!

Sudamérica... En mi ciudad había mucha gente oriunda; esa gente siempre esconde secretos; es lo más enigmático que pueda imaginar. Conocí a estudiantes de Medicina o Sacerdotes peruanos o mejicanos o venezolanos o argentinos que hablaban un torrente de palabras en español particular: ese acento delataba un idioma lleno de poesía.

En el fondo le emocionaba el viaje, era el más largo y hallaría tierra virgen. Árboles, ríos, montes, aire, espacio... Quería encontrar bestias terribles como anacondas, jaguares o calamares gigantes. Pepejuán no necesitaba a Tarzán para nada; es más, no sabía si hablaba quechua o visitaba la Puna con frecuencia. Tal vez Tarzán padeciera la represión de dictadores americanos y fue encerrado y torturado en algún estadio de fútbol; por eso Tarzán se acotaba a alguna reserva natural africana, claro.

Quiero estar a poca distancia de esas fieras para sentir su aliento: en el límite de mi devoración. Es formidable oír entre la selva el siseo mortal de una enorme anaconda que no ha merendado.

Al cesar ese ruido casi imperceptible, Pepejuán se sintió tremendamente contento pensando en que la travesía había concluido.

- ¡Azafata! -imploró Pepejuán buscando dos maravillosos ojos en particular.

Alguien de tierra le atendió.

- ¿Ya hemos llegado?

Pepejuán debiera acostumbrarse a los ojos negros de mujer, a la piel mestiza, al acento sudaca y a las manos más tersas: era una gran mujer, con un andar un poco raro, pero era maravillosa. Esperaba no caer con ésta, en los mismos errores que había sufrido antes.

- Sí.



II - AMANTE

Suspiraba un amanecer tierno en el que su piel se confundiría con la de ella; pero ese día sólo contaba las horas que faltaban para emprender el viaje a la Isla del Pacífico. Por su pensar paseaba ese sueño que se manifestaba una y otra vez.

Soñaba con un cementerio. Un cementerio en una tierra extraña de un pueblo británico, verde, húmedo.

Su amante era más joven, con más esperanzas; estaba dormida. Su ritmo de respirar era quieto, casi majestuoso; Pepejuán la miraba: sólo se veía su melena lacia, purpúrea, que no dejaba ver su rostro, sí adivinarlo: muchas pecas y unas cuencas como valles en una orografía de niña. Acurrucada, envuelta en la manta anaranjada, sus formas menudas danzaban el baile del abdomen: la respiración sosegada a la que se entregó el cuerpo entero.

Aún no aparecía el sol, sólo su antesala de rayos tras los edificios de la ciudad; Pepejuán no pudo volver a dormir. Pensaba en el sueño y le sorprendía su miedo.

Cómo es posible que tenga terror de algo imaginado, de algo mío. Sé que el lugar del sueño es mi lugar. Me gusta ese lugar para vivir, siempre me gusta lo verde, eso es vida: muy frondoso. Pero ella diría que es demasiado húmedo, y eso que no es reumática. Parece que no acabo de estar de acuerdo con esa que me aguanta. La única; si ella supiera que todo lo que soy depende de ella.

- ¡Buenos días! He soñado que dependías de mí.

Lo dice, ¿pero lo sabe?

- Esto hace que sea más duro para mí decirte lo que te voy a decir.

¡Cielos! Me querrá dejar, seguro. Querrá enamorarse de otro que le dé seguridad e hijos. Ese del trabajo que es alto, rubio y musculoso.

- Estoy saliendo con otro... Con ese alto, rubio y musculoso.

¡Vaya! ¡Con lo que dependía de ella...!

- Quiero seguridad e hijos... Y es más mucho más guapo que tú.

Tuvo que decirlo.

¡Menos mal que esto es un sueño! Con todo lo que dependes de mí. Tú eres de esos que necesitan querer a alguien como yo. Yo soy de esas que necesitan que alguien como tú les quiera.

Se dio cuenta de que estaba nervioso; aunque se propuso una y otra vez dejar de pensar en ese extraño viaje que le aguardaba. Podía sentir que le iba a acarrear una sorpresa continuada. Un viaje experimental con compañeros de viaje experimentales; una isla de un rico que le iba a curar; un científico loco presto a hacer el bien a la humanidad y no a apoderarse de la tierra como en las películas de espionaje de mi niñez. Iba a curar casi todas las enfermedades genéticas.

Pero eso de "hacer el bien" resultaba sospechoso: no lo creía ya. Trabajó un escepticismo brutal que no mezclaba ese pavor de que su mujer le abandonara. Tal vez por eso soñaba con un cementerio, porque su amor era moribundo.

Miedo, pánico a que su mujer le dejara por su enfermedad. Pepejuán le colmaba de regalos y atenciones para que jamás se olvidara de la tenue línea que separa el amor de la dependencia, el interés de la desidia, la inseguridad del desamor. Pepejuán sabía que temer mucho algo es invocarlo a que irremediablemente se cumpla.

Llevaban casados unos meses y la cosa no funcionaba. Lo sabían todos, pero Pepejuán no quiso admitirlo jamás. Su vida entera dependía de un papel, de una licencia para amar y tener hijos o hacer el amor legalmente. Pepejuán vio colmadas sus aspiraciones porque se casó y, por lo visto, alcanzo la estabilidad afectiva... Nada más falso.

Se supo que su mundo se convirtió en responder a una enfermedad, olvidando otros mundos. Lo real, se hizo acto, se abrió paso entre sus decepciones.

Pepejuán se destruía un poco con cada engaño.

Ella despertó de su sueño al ser bañada por un par de rayos furtivos. El miró su desnudez y su sorprendente agilidad, a pesar de tener los ojos medio cerrados. Se oyó la ducha y desnuda le habló desde los pies de la cama de plata:

- Pepejuán, he de hablar contigo, y me resulta difícil. Hoy te vas a la isla esa y creo que debes saber que a la vuelta, no estaré en tu casa...



III - CIENCIA

Nadie sabe con certeza a quién se le atribuye el descubrimiento del movimiento cerebral, de que el cerebro humano se mueve dentro del cráneo y la médula dentro de la columna vertebral. Los experimentos con cepas multiformes en la inmunología del sistema nervioso captaron una ectopia en las estructuras cerebrales que morfológicamente provocaba dispersiones en todos los registros finos que la tecnología médica mostraba. Esto quiere decir, que las propias hebras que habían marcado para una operación quirúrgica de estructuras cerebrales que las uniera, nunca coincidían con las propuestas porque habían cambiado de sitio.

El movimiento del cerebro no puede ser rápido o lento, porque no es habitual. Es un movimiento más lento que el propio crecimiento y, tan rápido, que es materia que se consume. Nadie puede registrar ese movimiento porque es teórico, infinito. Este descubrimiento transformó la neurología y la psicología hasta hacer irrisorios los conceptos básicos.

No puedo entender el movimiento cerebral; creo que nadie pueda hacerlo. El principio de que el dormir sea un proceso de alto coste energético... ¡Bueno! En todo caso depende de lo que se sueñe. ¿Si se sueña que se está durmiendo? ¿Y si se sueña que se duerme y dentro del sueño se sueña que se duerme y...?

Respecto al movimiento cerebral... ¿Es cierto que el sistema nervioso sigue moviéndose después de muerto?

Todos los periodistas se interesaban; pero se interesaban por escribir en su cuaderno, por grabar en su grabadora, por fotografiar... Pero no por Pepejuán o por lo que decía.

- ¿Lo va a escribir en su artículo?

El movimiento del sistema nervioso, la dinámica del cerebro, así como de otras partes del cuerpo, es algo que muchos han imaginado ya. Supongo que cualquier estudiante de medicina lo habrá tenido en cuenta siempre que lo imaginaba. Pero llegar a manipular eso...

Dentro de poco no harán falta neurólogos, sino gente con imaginación.



IV - LOS DEMÁS.

Pepejuán no era solo. Es más, a veces estaban sólo los demás.

Al principio, estaba en un cuerpo enorme, bueno: Pepejuán era enorme. Cuando escribía sus sentencias, partían de esa inmensidad con la arquitectura de deseo. Su materia humana hacía que los demás fueran apéndices de sus sentimientos, de sus elaboraciones, del cuerpo.

La grava sonaba lejos, en unos pasillos que conectaban las tumbas en un jardín muy cuidado, pulcro. No distinguía las grafías talladas en la piedra de las tumbas. Un granito potente, que gritaba opulencia y majestuosidad, una piedra solemne en un espacio antiguo, viejo. Contó cuarenta tumbas acabadas en ese espacio viejo y enmohecido del cementerio del vetusto sueño. Más adelante se hallaban los mausoleos familiares.

Parece que se sienta un perfume a incienso, a sagrado; o que se haya percibido alguna otra vez. Este sitio no debe tener edad. Este lugar es el misterio más puro. Tengo frío. Hace frío; necesito algún alma más. Necesito a un amigo, alguien por quién merezca la pena luchar. Todos necesitamos de alguien.

Apartaba la vista de la espesa vegetación oceánica y se puso a pensar en la extraña soledad del sueño. En la extraña soledad que le embargaba.

Si no me entristece la soledad... ¿Qué cosa me entristece? Es más, ¿estoy triste? La verdad es que hay que seguir viviendo porque esto es una jungla... Y nunca mejor dicho, estoy en una jungla o una selva. No sé.

¿Cuál es la ley de la selva sino la ley del más fuerte? Cuando era pequeño (si es que fui pequeño alguna vez), era el más fuerte. Nadie podía conmigo; tal vez porque no tuviera rival, pero ese es un detalle sin importancia. Pero toda la grandeza de mi mundo culminó al ser expuesta a mis semejantes.

O comes o te comen. La danza del Narciso de turno terminaba al verse a sí mismo en el espejo de las aguas tranquilas.

Esa isla estaba llena de lagos, alguno de ellos era enorme y eso que la isla era pequeña; alguna laguna hasta tenía horizonte y todo. "La Estanca", era más grande y hermosa que la isla entera, los nativos de la isla la llamaban La Estanca para pensar que había sido una magna obra de ingeniería de los hombres, pero no fue así. Su extensión y su profundidad fue un enigma que perduraba generaciones enteras. Las orillas eran simplemente hermosas. Tranquilas, suaves, de un color sosegado; parecía un cuadro impresionista con las conversaciones de animalillos y zancudas que revoloteaban el lugar como si de una patrulla de reconocimiento se tratara.

Si llegara el que se enamora de su reflejo en el lago, de su imagen en el espejo. Si lo viera, todo tendría sentido para mí. ¿Dónde habrá ido Rosita?

- ¡Aquí! -entre las flores estaba Rosita.

No he rendido la admiración suficiente a la belleza de esa mujer. Parece mentira que me doliera tanto la separación de mi mujer, hasta lloré; y a las tres horas de despedirme de ella, ya estoy imaginando a otra mujer desnuda y repleta de deseo. Tal vez sea verdad que todos los hombres somos iguales.

- Os van a dar una plática de bienvenida y toda la información. Será dentro de una hora, ahora, descansemos...

- ¡No me dejes pensar!

- ¿Por qué?

- Porque se me dispara y no controla.

Ella sonrió y se deslizó a la sombra de un arce majestuoso. Todo verde. Era el paraíso sin duda. Ella acomodó su cuerpo menudo al tronco frondoso y al césped cuidado, sonrió de paz y bienestar. Se ahuecó su media melena estrecha y arregló el talle de su vestido negro de algodón ceñido. Su cuerpo se extendía a su invitación. Toda su juventud, frescura. Ella se desprendió del pantalón gris. El abrió los ojos cuanto pudo y tragó saliva. Luego ella se quitó la pierna ortopédica, la derecha.

- ¡De alguna manera te lo tenía que decir...! Además, me hacía mucho daño. No te quedes ahí parado, ven y siéntate conmigo, hay tronco suficiente para los dos.

Pepejuán se sentó aparatosamente junto a ella, apoyó su cabeza en el pecho de Rosita que le acariciaba el cuero cabelludo y comenzó a sentir la paz que no había sentido las últimas semanas.

Plácidos hablaron, hasta que Pepejuán cayó profundamente dormido y se le cayó la baba.

Desfilaron cientos de tumbas. Leía el nombre completo de su tío, de su abuelo, de los miembros de su familia, de sus amigos, de sus amantes, hasta la última tumba de piedra con su nombre, era su propia tumba. En el sueño, él vio escrito su nombre, estaba muerto. Lo miró con expresión distante. La mirada perdida; supo entonces que ni siquiera era protagonista de su propio sueño. Llegó a lamentar su muerte, pero una ráfaga de absurdo se adueñó de sus esperanzas.

Lentamente recorrió el sendero de grava que bordeaba las tumbas. Se percató de que llovía gotas minúsculas y que estaba calado y confuso.

Despertó sobresaltado y vio la sonrisa dulce de Rosita.

- ¿Estabas soñando?

- Sí.

Le contó el sueño hilado y se besaron.



V - NOTICIA.

La enfermedad era el lado oscuro de uno mismo, eran dos cosas dispares: el lado sano y el lado enfermo de uno mismo. Era una moneda que, en la mano, sólo puedes ver una cara, mires a donde mires, bueno, en todo caso el canto, pero nada más. Sólo una cara, mires como mires.

Su mirar estaba por debajo siempre, estaba acostumbrado a obedecer. Hablaba cosas sabias pero, era un subalterno, lo malo es que hablaba mucho. Siempre llamaba la atención bajo ese rostro colorado y esos cuatro pelos bajo la nariz.

La conferencia de bienvenida fue lógicamente concurrida ya que los habitantes del avión, los viajantes, enfermos y acompañantes, estaban en tierra extraña y cualquier información sería de agradecer.

La estancia era amplísima, muy alta, parecía sin techo. Con traducción simultánea, impresora y pantalla de cristal líquido tras cada asiento. Cabrían más de tres mil personas y estaba perfectamente acabada. Era una sala totalmente cómoda y estudiada para que hablara alguien sobre un estrado metálico o escenario. Algo así como el prototipo de avión que nos ha traído. ¡Claro! Son de la misma empresa.

¡Qué diferencia a las casas de mi sueño! Allí son viejas y llenas de polvo. Mientras que este es un palacio de cristal de mármol y plata; los asientos son plateados y el cielo no se ve. El poblado está abandonado y aquí hay poca gente que mantenga esta patena. Es curioso, pero en el fondo no son tan distintos, porque siempre hay penumbra en el cementerio y en esta sala, entre tanto lujo, no se sabe de dónde viene la luz potente.

Todos tenemos un yo enfermo que sin cesar acecha nuestra intimidad.

El conferenciante tomó aire, bebió un poco de agua del vaso que había sobre el atril; luego se frotó los párpados, tal vez pensando lo que iba a decir, llamando hábilmente la atención del auditorio que estaba silencioso.

- Ese yo enfermo del profesor que dirige el centro se ha apoderado de él a sus setenta y cinco años y ha entrado en coma, hace exactamente una hora.

Se armó gran revuelo y Rosita rompió a llorar nadie sabe si por el profesor o por su responsabilidad incumplida. La gente se transformó en una turba enfurecida todos pensando que habían recorrido quince mil kilómetros en vano. Un tonto reclamo publicitario.

- Como es lógico, el doctor no podrá atenderles hasta que el equipo médico se reorganice. Les ruego comprendan lo sucedido. En breve partirá el avión en el que han llegado, asegurando dejarles a cada uno de ustedes en el punto dónde han embarcado. Serán avisados cada uno de ustedes por separado, cuando el equipo esté preparado para atenderles. Hasta que llegue el momento de partir, les sugiero que visiten nuestro restaurante y las demás instalaciones.

Vaya notición. Rosita está nerviosa, expectante... Hasta parece más atractiva. La piel morena, el pelo negro y los ojos claros. Me siento entre los vivos, puesto que estoy con ella. Mi amor se fue y ha vuelto. No quiero tomarme nada a la ligera, pero es raro en mí sentirme tan bien sin agarrarme a ninguna dependencia. El tema de que no nos hagan las pruebas médicas me trae sin cuidado.

- Me siento fatal porque no te hacen las pruebas médicas...

- Sí, porque he de pensar en para qué hemos venido...

- Bueno, supongo que hemos de despedirnos...

El gozo en un pozo. Siempre la misma dependencia de turno. Siempre que me quieran obsesivamente.

- ¿Despedirnos? No lo había pensado...

- Eres poco realista. Se acabó el romance...

Por lo menos he tenido un romance. Pero hay algo dentro de mí que amortigua los efectos de tener que irme antes, pero no sé lo que es. Mi cara ha debido cambiar mucho, ahora está más dulce...

- En las cartas que me escribirte para contratarte parecías interesante...

- ¿Te gustaron las cartas?

- Sí.

- Pues te escribiré.



VI - REGRESO.

Su viaje terminó con una inmensa decepción. Se iban antes de empezar.

El viaje sería aburrido y soñaría... Se cansaba de soñar, pero estaba obligado a seguir.

Me ha alucinado lo del viaje, todo por nada y para nada: el famoso profesor que investigaba la inmortalidad o el retraso del fin, ha resultado ser otro enfermo que no acepta su enfermedad... ¿Otro? ¿Otro enfermo que no acepta como yo...? La muerte de las cosas, el fin de lo que aparenta una cosa debe ser otra apariencia...

Gracias inconsciente, lo que pasa es que no acepto mi propia enfermedad. Pero... ¿se acepta alguna vez?

Señores pasajeros. Saldremos dentro de una hora, rogamos no abandonen la fortaleza hasta llegar a nuestro primer destino: Tokio. Pararemos durante tres horas y volaremos a Londres y a Nueva York. La compañía les desea buen viaje...

He tenido que pasar por todo ese absurdo del viaje, con toda su ciencia, con toda su mentira. para poder enterarme de una nada. Todo me resulta tan absurdo: el sueño es el aviso, el divorcio el hecho, el viaje, lo ridículo, el final de un principio, el expulsar aquello que es tuyo y remolcarte en el barro de lo ajeno. Algo comienza a sucederme, tengo sueño y quiero dormir. En un tímido contrapunto veo claro mi deseo y una fuerza incontrolable me inclina, me oprime, me pliega y no soy tan flexible; eso es una necesidad de llegar al final de mi investigación onírica. Lo que no sé, es si se puede saber. Ahora, quiero llegar al desenlace del sueño.

La estancia estaba en penumbra, los rayos furtivos hacían acto de presencia sin ser invitados. Un viejo almacén, una vieja trastienda que despedía escandalosamente una fragancia a madera mojada y polvo. Las cosas estaban dispuestas en orden auténtico; el polvo, las telarañas, los grises, la sombra, no permitían comprobar de que se trataban esos cientos de objetos apilados. Pedían que se dejaran ver detenidamente. Atraían la curiosidad de tomarlos, sentirlos, saberlos... Supo que el suelo crujía al pisarlo; una tarima gris, vieja, sucia y caliente, acogedora, daba la comodidad y la mismidad que necesitaba para no asustarse cuando lo vio.

- ¿Quién eres?

No hubo respuesta; había que imaginarla. Se acercó a Pepejuán, le quiso mirar, ya que era el primer personaje que aparecía en su sueño. Parecía un objeto más del lugar, porque era un viejo gris... Me acerqué pensando en el viejo que sonaba en respiraciones ambiguas, un rayo aislado iluminaba sus arrugas en el rostro pequeño, comandado por ojos pequeños negros que flotaban en el sentido de la decrepitud a sabiendas de que su fuerza fue agotándose hasta llegar al fondo del sueño. Llevaba un traje de pana gastado y viejo, que fue negro, o gris oscuro no sé; tal vez blanco, pero tan sucio no podía estar. Apoyaba los codos con arte en una mesita gris por el polvo. Sobre silla de anea vigilaba ningún sitio mientras fumaba un caldico estrecho. El paquete de papel de fumar reposaba en el suelo, siendo lo único de color que divisó en toda la estancia. Ese rojo oscuro daba la impresión de ser usado hace poco tiempo. No sentían frío. Tampoco calor.

- ¡Hola!

Nada. Levantaba la vista y me miraba de soslayo evitando mis dudas y señalando un punto imaginario perdido entre los dos en aquella estancia, en penumbra o en desuso o los dos. Era un recodo; una esquina. Al llegar no veía al viejo que me esperaba. Tras ella su barba poblada, su cigarro, su traje oscuro, su mirada hacia la nada o el enigma. Pero me evitaba.

La casa estaba cerca al cementerio. Seguía siendo media tarde y la calle siguió desierta y con lluvia ligera; apenas vio las demás casas de pueblo. Instintivamente se dirigió a esa cuyo portal olía a orines. Tuvo la extraña seguridad de tomar esas escaleras. Al subir pesadamente por los escalones irregulares por el paso del tiempo, asistió a que el olor de naftalina pasada iba siendo más poderoso cada vez; como si la casa fuera más vieja cuánto más se subían las escaleras de baldosín sucio, como si la casa hubiese sido hecha comenzando por el tejado.

- ¡Señor! Perdone... -la azafata le zarandeó para despertarle-. Vamos a despegar dentro de cinco minutos. Le ruego se coloque el cinturón de seguridad.

Colocó un cinto que sujetó su cuerpo al lujoso asiento.

Yo no sé que querrán de mí despertándome sin cesar; ahora no haré más que pensar en el sueño. ¡Maldito! Me ha enganchado... Somos todos los que nos enganchamos a algo, sea una mujer, sea el consumo. Sí, el sueño me ha enganchado y no sé en lo que me ha transformado, o me está transformando. Pero, ¿qué sitio es?

Húmedo, limpio, con pinos y cipreses anchos, con mucho verde de césped y arbustos ordenados en un inmenso jardín.

Entro con la verja chirriante e imagino que encontraré la tumba de la chica que me abandonó, mas no es así. Lo único que veo son cobertizos viejos en los límites del cementerio. Subo las escaleras y, al fondo del almacén, tras veinte peldaños sucios está el único con vida. ¿Único?

Los viajantes estaban todos dormidos, cansados de estar tristes y de estar a merced del destino oscuro que les deparaban una multitud de enfermedades dispares. Precisamente, su enfermedad hacía ampliar sus esperanzas, había hecho más intensa su relación con los demás. Pero dejaron de tener la esperanza de curarse que apuntaba a la manía que la sustituía. En lugar de intentar ser como los demás "normales", se apuntaban a una auténtica manía que creaba enormes narcisos y seres omnipotentes. Pero ese choque, ese choque con el mismo enfermo, le daba alas a minusvalorarse, a sentirse hombres y mujeres trastornados. Los pasajeros, orientales o europeos, estaban derrotados, derrotados sin batalla alguna. Dormidos de un viaje a las Américas de sólo un par de horas; el viaje en el que hubieron depositado sus esperanzas. Pero que no haya descontrol porque no tardaría en aparecer esa manía y la alegría volvería a estar por encima de todas las cosas y de todos los hombres y mujeres. Llegar a ver las emociones de los demás como un pájaro, para darse el permiso de poder ser un mosquito con un camaleón cercano.

De pronto, le asustó una musiquilla, una tonadilla infantil. Valoraba al viejo y su olor a tabaco. Se había acostumbrado a Pepejuán, sin embargo, algo cambió en sus ojos, señalaban a otra zona del desván, del mundo. Con la expresión de Moisés cuando separó las aguas del mar rojo, señaló unos estantes carcomidos. Sus ojos buscaron y buscaron y encontraron una pequeña ranura en el suelo fruto de un roto de entre dos tablones de la tarima vetusta. Por ese orificio del tiempo se escapaba un poco de luz y la tonadilla infantil de flautas. Su ojo curioso dejó fundirse con su molde: se acercó y miró: unos niños y niñas jugaban, bailaban de la mano cogidos, al son de unas flautas que tocaban dos niñas sentadas en dos cajones de madera. Se trataba de una danza con la felicidad desprendida, al alcance de la mano. En la que una sonrisa no bastaba para asir y hacerse dueño de toda la inocencia de las flautas, del corro de niños.

Volví la vista y el hombre anciano tuvo una sonrisa para mí. Se levantó y vino a mí:

- El muerto, uno de los niños, tú y yo estamos hechos con los mismos componentes básicos. Somos iguales, somos la misma persona.

- ¿Quieres decir que el muerto y usted pertenecen al futuro y los niños al pasado?

- Cada cual sólo pertenece a su tiempo. El pasado y el futuro son invenciones del hombre para hacer más llevadero el presente.

- Pues... a qué viene tanto misterio con el cementerio, los niños, y...

- ¿Yo?

- Sí, usted...

- Para darse cuenta de que está el amor, hace falta inocencia, riesgo y que muera el mismo yo, o sea tú. ¡Hay que dejar espacio al amor! Ni tú sólo, ni sólo los demás, sólo el amor. Siempre estoy hablando más de la cuenta... ¿Lo ves cómo soy tú mismo?

- Sigo sin entender.

- Me da lo mismo, yo ya he cumplido...

El viejo se encogió de hombros, sonrió cínico y se fue por las escaleras haciendo crujir el suelo. Pepejuán se fue por donde vino con la música infantil de fondo.

Se sorprendió porque pudo ver el verdadero color del cielo y los campos.

El hombre quiso decirme algo más, pero no lo hizo. Miró a la nada delante mía y bajó por los escalones.

- ¡Vaya! Estoy plenamente sorprendido. ¿Cómo funciona esto de la vida?.



VII - TREGUA.

¿Qué era el sueño? ¿El viaje ese absurdo, o el desván viejo?

¿Dónde empezaba lo real?

Y así fue como se firmó el alto el fuego con su enfermedad. El poblado onírico cambió: salió el sol, dejó de estar nublado. Sólo así Pepejuán supo que debía cambiar la guerra; debía luchar por la vida y no contra la enfermedad y así lo hizo.

El único problema que encontró fue cómo transmitir al resto de los seres su descubrimiento.