79- LA FÁBULA ILUSTRATIVA A LA HORA DEL SERRÍN. Por Vicente Sáez Vallés, paciente de Ataxia de Friedreich, de Zaragoza.

I

Abriendo los ventanales del comedor, la enfermera sonrió tímida y cálida para sí porque la lluvia arreció. Mil canaletas sonaban el gris del día mientras alguien apagó los fluorescentes. Corriendo cortinas, pensó en su amor, en el interno que murió anteayer, en el olor a café, en la suerte de los pobres residentes y los años que deberían estar perdiendo la ilusión, puesta en los sones del telediario. Su trabajo consistía en cambiar las sábanas, limpiarles y darles de comer; a veces deseaba poder mimar sus almas y llevárselos a las montañas. Ese día de lluvia vio demasiadas caras a ras de suelo; tristes, depresivos. Ella sonreía a sabiendas de llevarles la contraria. Con todo el egoísmo de animar a los impedidos, empezó a hablar con todos a la vez. En una fuga de ideas casi maníaca, abrió cajas de cartón con juegos, subió el volumen de la tele, puso un disco de canciones infantiles... De todo, hasta que sirvieran el café. Pero nadie se animaba. Los dieciocho residentes miraban el patio mojado. Sus rostros eran inamovibles, como rocas por las que no pasa el tiempo. Uno de ellos abandonó la estancia, rezando no sé cuántos tacos, moviendo con dificultad su silla de ruedas.

De pronto, se sintió sola; entre minusválidos de todas clases y con todos los artilugios más de moda en el mercado de las ortopedias: sillas de ruedas, muletas, andarines... Entonces, se sintió estúpida, porque tuvo la horrible sensación de reír sus propios chistes.

Uno de los internos le miró fijamente y se le acercó lentamente desde su carro. Ella, imbuida en sus pensamientos de tristeza y sinrazón, no se había percatado. Por eso, chilló cuando le tocó el culo; entonces, todos rieron y farfullaron. Su tez enrojeció. Las miradas a las formas jóvenes que escondía su uniforme, se multiplicaron por mil al empezar a temblar y escuchar el eco de las risas de la gente: estaba avergonzada. Tenía ganas de llorar, pero las reprimió, ya que se avergonzaría aún más.

Había una mujer, joven, una chica residente amante del café, que contempló la escena y empezó a escribir en un papel amarillo, con torpeza y lentitud.

Alguien irrumpió en la habitación portando una cafetera y cientos de tazones duralex apilados junto al azúcar, la leche y las cucharillas. Llegaron varios cuidadores y cuidadoras más, algún médico y varios internos más. Empezó la algarabía y sonaron los mecheros y los paquetes de tabaco.

Ella sintió alivio, ya que su protagonismo disminuía, pero, en ese instante, los demás reían y ella estaba triste. Ese café era puro aguachirri; lo sabían todos, pero seguían tomándolo. Una especie de dependencia a lo que creían que solían elaborar con serrín. En ese gran momento, todos los mecanismos de los hombres y mujeres de la residencia se preparaban a la ingesta de agua de serrín. Hubo una vez que alguien vomitó ese mejunje y la señora de la limpieza, se pasó un pelo echando serrín, por ello, se le llama la hora del serrín.

La chica terminó su carta y buscó en su carpeta plástica unas hojas, escritas a máquina y de un color naranja claro. Chirriando su silla, se acercó a la cuidadora y, haciéndole gestos, la sacó de su egocentrismo. Un poco azorada tomó la carta y sonrió colorada. Nadie se enteró. Extrañada, comenzó a leer:

"Supongo que sabes que me gusta escribir cuentos. Lo que te ha pasado hace un momento, me ha recordado lo que le pasó a la protagonista de una fábula que escribí. Me gustaría expresar, que siendo un poco más objetiva, tu tristeza cambiaría. No sé si la fábula que deseo que leas, expresa esto. Perdona, ya sabes que no hablo nada bien, en esta fábula hablan los animales".

Cuando la cuidadora levantó la vista, vio que su autora ya estaba en su sitio sorbiendo los posos del serrín.



J COMERCIO ADOLESCENTE

En todos los países tropicales no es raro ver una tormenta de ranas y animalejos; sucede que, normalmente, los ciclones absorben charcas enteras y, cuando llueve torrencialmente, son despedidas en forma de tormenta.

Sin embargo, las cigüeñas y las culebras no hablan. Ni siquiera, una tormenta de ranas asesinas podría alertar a ninguna población. Pero las nubes de ranas deben ser oscuras y la espera de su lluvia, debe ser totalmente misteriosa.

Llamar la atención de los demás con un peligro inminente, suele ser como percibimos a los niños; ellos son seres incomprendidos, poco reconocidos. Si una niña reconoce su libertad, habrá algún adulto que pierda algo. Es un comercio, "la bolsa de valores de la vida"; o por lo menos eso me dijo Macha (María Rosario).



I

Andrea estaba triste. No podía ni llorar. Hacía tiempo que no comía, porque tampoco tenía ganas. Vagaba por las calles de la ciudad dando patadas a las latas vacías que encontraba. Llegó a encolerizarse, puesto que tropezó con una de las latas que pateó y aparatosamente cayó de bruces al suelo raspón; se puso perdida de barro y así, cambió el color de su falda y calcetines, antes blancos.

Estaba nerviosa, ya que no supo a qué cosa atenerse sabiendo que estaba triste. Pensaba si necesitaba culpar, culparse, o buscar una solución.

Llegó a la plaza y esbozando un gemido, se sentó en el banco mojado por lluvias intermitentes. El cielo, gris; casi todos corrían camino de sus casas. La calle se dolía de soledad, y a ella no le importaba que la tomaran por locuela; la calle y Andrea eran sólo una cosa, como si estuviera esperando la lluvia de anfibios.

II

Hacía varios días que llovía; pero el agua de lluvia se diferencia notablemente de las ranas de lluvia.

Andrea, en su banco, se sentía más sola que nunca. La gente se distanciaba más y más con cada golpe de pensamiento... pensar en sí misma.

El último viejo de la tarde se aproximó con su gallata. Andrea pronto se percató de su presencia y adivinó que tendría ganas de hablar.

El de la boina la examinó pausada y detenidamente y dijo:

- Hace frío. ¿Cuántos años tienes?

- Dieciséis -musitó perpleja.

- Te vas a resfriar aquí. Hay peligro. Eres muy guapa. Toma -el viejo le ofreció el bastón-. Te protegerá.

Andrea lo tomó. Sin capacidad de reacción daba vueltas y vueltas a su cansado cerebro buscando la lógica razón.

- ¿Para qué? -gritó sin fuerzas.

- Te quiero niña bonita -estas palabras enterraron cualquier iniciativa de conversación por parte de Andrea que agarrando fuertemente el bastón con sus manitas, se sumergió en sus pensamientos con una mirada sin obstáculos que ni los gritos del viejo consiguieron romper.

- ¡Se les oye croar! ¡Se les oye salvajemente croar...! -y el viejo se alejó corriendo a grandes zancadas ante la indiferencia de Andrea.

III

Cesó de llover (agua).

En la ahora relajada mente de Andrea el viejo continuaba fresco e intacto.

Su aspecto era curioso. Su falda, calcetines y zapatos habían sufrido la metamorfosis cromática del blanco al marrón. Sin embargo, su camiseta, azul marino, parecía más limpia que nunca. Su larga melena hacía unir sus cabellos en un compacto para no gotear y sentirse como una princesa pasada por agua.

Y allí estaba Andrea; su mirada y sus pensamientos. Sus sentimientos querían abandonar lo sumiso de la fantasía de la niñez para brotar como lo estándar o lo rebelde, sin ningún punto intermedio. Rodeada de un mar de charcos, sola y acalorada, casi asfixiada.

Todo el ambiente -la plaza de adoquines grises y cuadriculados, la poca luz del atardecer, la soledad, el viejo y un rarísimo ruido ambiental cada vez más próximo- luchaba por cerrar el círculo de pensamientos de Andrea y se combinaban en el inefable cóctel que bebía para emborracharse de depresión.

IV

De pronto se le acercó una gran cigüeña en feliz aterrizaje. Ambas se miraron unos instantes, pero fue el ave la que rompió el fuego y se aproximó a hablar:

- Pero... ¡Estás loca! ¿Qué haces aquí?

- Y tú... ¿Quién eres? -se defendió Andrea.

- Bueno, perdona la intromisión -la cigüeña carraspeó con vergüenza-. Soy Raf, la cigüeña.

- No te preocupes, yo soy Andrea, pero no puedo darte la mano -Andrea, ansiosa, vio una luz para su desdicha.

- Me hago cargo, tus alas son más prensiles que las mías. Encantada. Es que me parecía extraño que aún estuvieras aquí sin guarecerte por lo de la lluvia.

- ¿El qué?

- ¡Ah! ¿No te has enterado? -preguntó sorprendida.

- Depende.

- Se prepara una gran lluvia de millones de ranas.

- ¡Vaya! ¿Por eso no hay nadie?

- Pues claro, pequeña... -Raf ya estaba orgullosota con las alas en jarras.

- Y tú... ¿cómo lo sabes?

- Mira, niña, soy de la escuadrilla de reconocimiento.

- ¿Reconocimiento? -Andrea se interesó y cambió su postura en el banco; más estirada le sacaba la cabeza a la cigüeña que estaba justo enfrente de sus ojos. Así se olvidaría de su tristeza.

- Tranquila, que ya me explico. Verás, hace ya mucho tiempo que los adivinos anunciaron una gran lluvia de ranas. La gente se burlaba de lo que habían dicho y no lo tomaba en consideración -Raf tomó aire-. Pero en una ciudad cercana, la precipitación se llevó gran número de víctimas; y las ranas, a millones, son muy voraces y comen lo que encuentran a su paso. Y... ¡Las hay de gordas...! Esa ciudad ha sido declarada zona catastrófica de primer grado. Los animales hemos sido contratados para asustar y devorar a los anfibios en este término municipal; bueno, sólo los que podemos acabar con semejantes fieras.

Andrea no le daba crédito, pero estaba muy sorprendida.

- Pero... ¿es qué no vas a refugiarte?

Andrea optó por callar y no hacer mucho caso de las explicaciones de la cigüeña. Ante ese horrible silencio, Raf decidió gritar:

- ¿Quieres que te tomen por locuela? ¡Escúchame! ¡Te está hablando la jefe de reconocimiento!

- No te creo -respondió vagamente.

- ¿Pero no ves aquella nube oscura y verde en el cielo? -preguntó muy nerviosa Raf, elevando su pico por los aires.

- ¡Yo...! No puedo atenderte porque estoy...

Andrea se ahogó y su respiración no le dejó continuar.

- ¿Qué?

(Silencio).

- ¡Sigue!

(Tensión).

- ¡Vamos! Estamos esperando algo que es muy importante y peligroso

- ...triste -concluyó..

La cigüeña perdió su iniciativa y se calló. Raf no podía hablar; estaba absolutamente condicionada por el estado de Andrea ya que se había creado la necesidad de ayudarle.

- ¿Es que no piensas colocarte en tu puesto estratégico? -preguntó con labios inmodestos y con retintín.

(Silencio).

- ¡Cuernos! -protestó-. Yo soy una cigüeña altruista y no puedo dejarte aquí tirada. Con un croar tan fuerte, las ranas caerán de un momento a otro.

- ¿Qué es ser altruista?

Raf estuvo a punto de dar un grito de incomprensión y quiso escurrir el bulto.

- Terminología militar. Ahora, déjame pensar.

V

Oscuridad.

Cuadro: "Andrea sentada en el banco mojado y Raf hablando consigo misma dando vueltas en torno a la niña y pisando el prohibido césped". Así un rato.

Andrea debía sentir algo así como la incomprensión. El simple hecho de dudar si pensar en la tristeza, en Raf, o en el momento, se unía a un indefinido temor a las ranas y a ese ambiente. Todo estaba combinado para ponerle nerviosa.

Raf, se sentía inquieta. Debía ayudarle antes de la llegada de la catástrofe. Era un extraño silencio roto de vez en cuando por miles de croares unidos.

Repentinamente, apareció el tercero en cuestión. La culebra Clarisa se deslizó hasta ellos y cansada, sin percibir la presencia de Andrea, se dirigió a Raf con la mirada gacha:

- ¡Ay chica! ¡Cuánto trabajo...! Estoy afónica y todo, pero sólo de pensar en el banquete...

Vio a Andrea. Raf, concentrada en sus pensamientos filantrópicos, ni le oyó.

- ¡Eh, que soy yo! -gritó Clarisa llamando con estridente voz.

Sorpresa y algo de estupor.

- ¡Clarisa! -dijo exaltada Raf sin saber si estremecerse o alegrarse. Cambió de mirada y se puso más social y analizó la situación para presentar extendiendo el ala-, ésta es Andrea.

- Tanto gusto... ¿Qué haces aquí? -Clarisa le pareció simpática a Andrea que se calló mirando a Raf (esperando la presentación).

- ¡Oh!, Andrea, ésta es Clarisa -reparó Raf.

- Tampoco puedo darte la mano -susurró Andrea.

- Me hago cargo -respondió el dicharachero reptil. Y por primera vez, Andrea sonrió. Todos estaban expectantes cuando Andrea carcajeó.

Andrea y Raf rieron bastante emocionadas largo rato. Clarisa, perpleja, protestó:

- Pero bueno... ¿Qué pasa aquí?

Raf, sin aire por la risa, le contó la historia a la culebra que, tras asimilarla, rió con ellas largo rato en un espasmo que ni ella misma comprendía.

Era una vista simpática y desafiante. En la oscuridad, con el ensordecedor croar, las tres partiéndose de risa.

Andrea fue la primera en parar, luego le siguieron. Les costó mucho esfuerzo a las tres dejar de reír.

Era lo que necesitaban.

Tras esa extraña catarsis, podían pensar mejor. Clarisa, que gozaba de fama de lista, así como de sincera y sencilla, fue la primera en reaccionar así de gravemete:

- ¿Por qué estás tan triste?

- Ahora estoy más contenta...

- ¡Vamos! No trates de sacudirte la cuestión -le replicó Raf enfadada.

- Bueno, debe ser por los amigos y porque todo me sale mal.

Clarisa y Raf se miraron extrañadas.

- Pero... no creo que tenga solución.

- Se pasa duro, ¿verdad? -intuyó Clarisa haciendo un gesto con sus pequeños ojos.

- Sí.

- ¡Venga, hagamos algo! -gritó Raf in crescendo-. Debemos ayudarla.

VI

De pronto una rana cayó a unos metros. El trío se alarmó. Clarisa sigilosa se acercó y con la tontera de la caída, la rana no supo reaccionar al acecho y la culebra se zampó al batracio de un trago.

- ¡Uf!, ya tengo el estómago casi lleno...

No le hacían caso. Raf y Andrea solidificaron su mirada seria.

- Pero... ¿Qué os pasa? -Clarisa se esforzaba en llamar su atención- ¡Venga, Raf prepárate, ponte la radio y el casco que vamos a merendar... y tú Andrea, métete en esa casa. No tardarán en llegar los demás...

(Nada).

- ¡Rápido! ¿A qué esperáis?

Ninguna reacción visible. Algo nacía en el interior de Clarisa que se enfadó.

- Sois los protagonistas de la historia... ¿Eh? -con los ojos negros de ira Clarisa comenzó a tartamudear de sentimiento-. Las "niñitas" pueden permitirse el lujo de permanecer impasibles ante los batracios -alzó la cabeza y las escamas parecieron despegarse del cuerpo y su lengua comenzó a temblar de furia-. Pero... ¿qué os habéis creído? No voy a hablar más. No tengo tiempo de ocuparme de egoístas deprimidillas ni de absurdos protagonismos.

Dio media vuelta y marchó. El rostro de Andrea se tornó preocupado. Llamó a la culebra a gritos ahogados en el mar de croares sin respuesta. Hasta que no pronunció las palabras mágicas no se detuvo Clarisa.

- ¡Venga! No te hagas de rogar...

- Voy, pero que sea breve que tengo mucho trabajo -miró especialmente a Raf cuando pronunció las últimas palabras y llegó despacio abriendo un surco en el barro.

- ¿Qué pasa ahora? -añadió cortante.

- Repite lo que has dicho, por favor -suplicó la niña con voz más expresiva.

Clarisa sintió orgullo y habló más tranquila.

- Con palabras más amables si quieres; no tenemos que hacerte mucho caso cuando sólo quieres llamar la atención; señal de que estás bien. Así tú puedes evitar el peligro y nosotros trabajar más. Seguro que no necesitas a una heroína como Raf que te saque del atolladero.

Andrea se entusiasmaba con cada palabra de Clarisa dijera lo que dijese. Pero Raf se apartaba y apartaba...

- ¡Sigue! -rogó Andrea.

- Si tú estás triste es una cosa que no tienen por qué pagar los demás para que puedas sentir que estás dentro de ellos y ellos son parte de ti. Ahora, corre y ve a refugiarte por nosotros mismos y por los demás.

Andrea dio un salto y corrió más que nunca en busca de ese cobijo tan preciado en ese momento y con varias ranas ya en la carretera y en postura amenazante; resbaló con el abundante barro y dio un grito, unos hombres del portal fueron corriendo a ayudarla y ya se encontró a salvo.

Clarisa se despidió secamente de Raf, que tan decidida estaba ahora.

VII

Raf estaba triste. o comía ni una sola rana del gran banquetazo lluvioso. o podía ni volar.

Levantando tímidamente la cabeza, se acercó al banco cogió con el pico el bastón o garrata de Andrea y le dejó entre ala izquierda y cuerpo, y lenta pero inexorablemente se entregó al comercio humano más típico y más extraño para un animal: l de la incomprensión.



II

Se frotó los párpados y levantó la vista. Imbuida en la lectura, comprobó que todos se habían marchado del salón de la televisión. Estirando su cuerpo, se levantó y caminó a los ventanales aún abiertos. Había dejado de llover. Miró el patio desierto y encharcado. Se le ocurrió pensar que los desiertos de los hombres, son de serrín, en lugar de arena.

El agua de lluvia se había colado y creó un charco cerca de los ventanos. Fue a avisar a la señora de la limpieza para que echara un poco de serrín. El día seguía gris.