98- LA CONSEGUIDORA. Por Vicente Sáez Vallés, paciente de Ataxia de Friedreich, de Zaragoza.

Empezó a llover y María corrió a guarecerse debajo de los porches, en un instante minúsculo, en una expresión; delatando las zancadas, los chapoteos y los zarpazos de las gotas frías.

Desde la techumbre acogedora pensó por enésima vez ese día que no debía deprimirse y alejar de sí esos pensamientos destructivos de lo que pasó. Y es que es difícil estar buena. Debiera regresar a esa vida lisonjera de atraer a los hombres y conseguir lo que quisiera de ellos. Porque era muy atractiva: estaba muy buena y era guapa y maciza; todos los hombres la deseaban desesperados.

Se fijó en un barbudo barrigón que no la había mirado y corrió presta a exhibir unos atributos divinos.

- Bonito paraguas, señorita.

El buen hombre hizo ademán de quitarse el sombrero, pero sólo el gesto, porque no llevaba sombrero; es más, creo que nunca tuvo uno. Bueno, si no contamos el capirote negro de semana santa, ya que le gustaba tocar el bombo. Él no era muy católico, pero le encantaba golpear un trozo de piel con un palo con cabeza, como todos. Se casó dos veces y vivía con las dos porque Azucena, la primera esposa, tuvo mala suerte con su negocio y se fue a pique; se quedó sin un duro, y ella le dijo que le perdonaba la pensión si acogía en su casa a ella y su hija que estaba en la universidad estudiando Filosofía y Letras, porque el padre, el barbudo, era un poco facha.

"¿Será capullo? No se fija en mí", pensó María.

Así que se alisó el trasero cerca de él con la mano libre.

- Pues el paraguas es del rastro -respondió

- ¡Vaya! Nadie lo diría. ¡Estampado con elefantitos ocre oscuro! -contesto el barbudo mientras se alejaba.

- A lo mejor es marica -comentó a su amiga, que le esperaba sentada en el en el bar-. Su calva lo delata.

- ¿Es que todos los homosexuales son calvos? -preguntó Elena mientras daba vueltas al café.

- Últimamente hablas mucho de homosexuales, Elena -dijo irónicamente..

- ¡No empecemos!. ¿Para eso me has hecho venir?.

- No, mujer, es que Fernán me ha dejado.

Elena respiró dos veces antes de hablar:

- ¡Oh, mi amor, debe ser muy duro... -dijo mientras le rozaba cariñosamente la mejilla sonrosada, pues la rubia había bajado su mirada hasta la superficie de la mesa de la cafetería.

- Pero supongo que la vida sigue y... -musitó María dejando brillar en sus ojos, grandes verdes como culos de botellas de champán, de dos o tres lágrimas mal contadas.

- Por cierto, ¿quién es Fernan?.

María abrió mucho los ojos sorprendida ante el inesperado cinismo de Elena, ya que se suponía que quien tenía que llamar la atención era ella.

- Es... bueno, era mi jefe.

- ¡Jo! Te tengo dicho que nunca te enrolles con tu jefe. Ahora, ¿te habrá despedido?.

- Sí, claro.

- Ahora sin trabajo. ¡Ya lo sabía yo!. ¿No te imaginabas? Un tío con pasta que vuelve con su mujer...

Toda la gente que la conocía sabía que exageraba aposta sus gestos. Elena tenía de mote "la enfática".

- Ya sabes, me dio puerta. Me dijo que estaba enamorado de su mujer.

- ¡Joder! No sé dónde vamos a parar.

- ¿Cuándo sirven aquí?

- ¡Uf!, tardan un montón. A mí me ha costado media hora lo del café, y lo de los churros es una utopía.

María pensó un momento. Parecía que sus últimas desgracias se confabularon con su ingenio y puso en marcha un plan ya urdido en su pasado: Se puso en pié, se ahuecó el cabello, agitó su cabeza, se desprendió de su chaqueta de lana y desabrochó un botón dorado de su escote.

A los veinte segundos aparecieron dos camareros en estado de aparente hipnosis.

- ¿Qué desea señorita? -preguntó un camarero.

Mientras, el otro compañero fue hacia la barra haciendo un gesto ceremonioso y estudiado como admitiendo su derrota por haber llegado tarde y se desvaneció con el cuidado propio de llevar en la bandeja un kilo de nada.

- Un cortado y un suizo -pidió María.

- Enseguida, señorita.

El camarero, vestido con un traje negro de tejido sintético, partió veloz bandeja en mano, pero regresó al instante tras escuchar de nuevo la solícita voz de María:

- Verá, es que mi amiga ha pedido una ración de churros y....

- Enseguida -volvió a responder.

Ante la sorpresa de toda la clientela que estaba sentada en las mesas contiguas, el camarero trajo los platos con los churros y el bollo en un minuto. Lo más curioso fue que el camarero, un profesional de unos cuarenta años y de pelo negro, quedó inmóvil frente a ellas como un botones francés en un hotel argelino esperando la propina.

María y Elena se miraron la una a la otra intentando remontar una calidad. Ya María había pensado cómo continuar sus ideas sobre la promiscuidad con los hombres y explicar ese comportamiento del camarero.

No supieron qué hacer hasta que María sonrió dulcemente y el camarero se sintió recompensado, bajó la cabeza y desapareció.

María y Elena rieron diciéndose mil cosas sin hablar y mirando sus cafés.

Una señora envuelta en una capa bermellón de raso les dirigió de reojo una mirada asesina, y les comentó escandalizada:

- ¡Vaya morro!.

- ¿Qué desea señora? -preguntó María en voz alta -. No le he oído bien.

La señora de rojo se volvió y masculló:

- ¡Descarada!.

De pronto, otro individuo calvo, alto y respingado, con pinta de profesor universitario de latín, totalmente pasado de moda, les habló a María y Elena, abordándolas para aumentar la confusión:

- Disculpen mi atrevimiento. Mi mujer y yo hemos pedido unos chocolates hace casi una hora. Íbamos a irnos ya, pero tras presenciar la demostración de sus habilidades para llamar la atención de los muchachos que sirven las consumiciones, les exhorto a que repitan las acciones oportunas para poder disfrutar de las exquisiteces de este establecimiento...

- ¡Romualdo! -le llamó la atención su mujer con la mirada represora.

- No se preocupe señora, lo intentaré.

El hombre volvió a su mesa de mármol, y María hizo ademán de desperezarse poniéndose en pie con unos movimientos muy sensuales.

A los treinta segundos llegaron presto dos camareros (el cuarentón y uno con cara de gato), prestos a las indicaciones de María:

- Por favor, ¿sería tan amable de traerme dos chocolates?.

- ¡Con churros! -añadió la mujer desde la otra mesa escondiendo la cabeza y sonriendo como un niño travieso.

- ¡Como no!.

El camarero con rostro felino sirvió con prontitud las tazas y platos repletos de tales jugosas viandas y quedó confuso cuando Elena le explicó que debía servirlos en la mesa de al lado.

- Muchas gracias. ¡Es usted un ángel! -exclamó la señora.

- Debería utilizar ese donaire. Usted va a conseguir todo lo que se proponga -añadió él.

María sonrió para acabar con esos tontos elogios, pues ya los había asumido a la perfección.

Elena empezó a pensar en silencio con la mirada perdida, como urdiendo una intrincada estratagema, y María detectó un momento para ir al baño. Se puso en pie y raudo acudieron los camareros, forzando a María a decir:

- No, no. Ahora no. Gracias.

Los camareros volvieron con paso cansino cabizbajos y ofuscados, como si no hubieran podido cumplir alguna prerrogativa crucial para sus vidas.

Elena pensaba y pensaba. Tomó su taza de café en la mano para sorber y, al pensar en que María estaba mejor y era más hermosa, se distrajo en una mezcla de celos y tristeza derramando unas gotas de café con leche su falda rosa palo. Se estremeció necesitando un trapo húmedo, pero el servicio en esta cafetería era un desastre. Pensó en el señuelo María, pero estaba en el baño. Así que se armó de valor y se puso en pie. Tomó las muletas con fuerza para evitar desbarrarse hasta que sus axilas lograron el equilibrio deseado. La estancia quedó en silencio, pendientes de Elena. Pero el camarero gatuno siguió jugando al pin-ball. Elena se ahuecó el cabello y llegó a poner esa mirada de gacela indecisa que había tenido cierto éxito entre algunos hombres, bueno muchachos de doce años, pero también fue un esfuerzo fútil. Elena miró desconsolada a todas partes y llegó a mascullar:

- ¡Por favor!.

María acudió solícita:

- ¿Qué quieres Elena? ¿Puedo ayudar?.

- Sí, necesito que los camareros me traigan un trapo, pues me he puesto perdida la falda con mi café.

- Ya veo.

María invitó a sentarse a Elena y ella quedó de pie ajustándose los hombros del suéter. Ipso facto el camarero moreno de piel ganó la carrera al camarero felino, que no hizo honor a su apariencia de rostro a vista la escasa agilidad y prestancia que puso en juego.

Él camarero le prestó su bayeta y se ganó una leve sonrisa de su diosa efímera.

- Si usted lo pide... No me extraña la torpeza de su amiga. Estos inválidos deberían quedarse en casa.

Elena y María miraron el poso del café.

María, en una indignación forzada, rompió el hielo:

- ¡Esto es injusto! Esto no va a quedar así...

- ¿Y que te propones hacer? Este tipo de descaros los vivo muy a menudo. Habría que cambiar a la gente... sus pensamientos.

- Ya verás. Dame las muletas.

Entonces María se puso en pié y apoyando sus codos en las muletas fue a pasear entre las mesas, repitiendo la palabra mágica: "¡Perdón!". El camarero con rostro de minino acudió al encuentro de la bella María que caminaba como una langosta con las dos muletas demasiado deprisa y chocó con él derramando a propósito un café que llevaba en la bandeja.

- ¡Perdón! -repitió.

- ¡María! ¡Ven aquí ahora mismo! No te alejes. Déjalo estar.

María volvió riendo.

- Lo siento, debe ser muy duro con una minusvalía.

Elena suspiró y puso unas monedas sobre la mesa. Se levantaron y fueron hacia la puerta.

Al salir María extendió su brazo y abrió la mano oteando el cielo.

- Parece que ya no llueve casi.

- Sí, es duro, porque con el suelo mojado de la lluvia te puedes dar una buena chufa.