10- FIESTA DE "LOS SANTOS". Por Miguel-A. Cibrián Dehesa (paciente de Ataxia de Friedreich).

Dentro de pocos días llegará la festividad de "Los Santos". Como cada año, nuestros cementerios se llenarán de flores, de recuerdos, y de sentimientos. Creo que era Cicerón quien decía algo así como: "La vida de los muertos está en la memoria de los vivos".

La muerte es un fenómeno seguro para todo ser humano. Nadie se ha escapado de ella y nadie podrá jamás escaparse a tal final. Aunque sea lo contrario, forma parte de la vida. La Iglesia nos recuerda esa seguridad de la muerte de una forma peculiar el miércoles de ceniza: "Polvo eres y en polvo te convertirás". A algunas personas la muerte les causa verdadero pánico: una angustia atroz. En ocasiones -afortunadamente las menos- la deseamos. Malo es este último extremo, es una gran depresión, pero la situación anterior de olvidarla por completo teniéndola por irreal -viviendo como si fuéramos aquí eternos-, tampoco es saludable. Casi siempre ignoramos la muerte, como si con nuestra actitud de ignorancia pudiéramos aplazarla o evitarla. Es la postura más sana de las tres relatadas, pero no conviene perder de vista la sentencia de que algún día hemos de convertirnos en polvo.

Alguna vez -y por meditar- he pensado en la hipótesis de una vida sin fallecimiento. Esa suposición termina por no caber en mi pensamiento. Sin un final a la vida pendiente sobre nuestras cabezas como espada de Damocles, los hombres nos dedicaríamos a acumular riquezas a costa de quitárselas a otro ser humano. Ya lo hacemos -es muy cierto-, pero en ese caso el problema llegaría al infinito, haciendo inviable la existencia en el planeta. Sinceramente, ¿cuánto nos duraría de esa manera el mundo?.

No sé por que motivo, de siempre se ha pintado a la muerte esquelética y con una guadaña al hombro. El mayor desacierto en su descripción es ponerle género femenino. La pintan fría, trabajadora sin descanso, y hasta sorprendente: cuando menos se espera te suelta un "¡ven!". Y no sirven las protestas.

Soy creyente. Desde ese punto se ve sentido a la vida y a la muerte. Las dos cosas van unidas. Ya lo dice Octavio Paz: "Si nuestra muerte no tiene sentido, tampoco lo tuvo nuestra vida". Es absurdo y hasta irreal buscar un sentido a la vida prescindiendo de la muerte. El cristianismo enseña que estamos en este mundo de paso hacia una morada definitiva: "La vida no termina, se transforma". ¡Pero ah!, esta enseñanza no nos resuelve el problema de la incertidumbre. No lo evita porque la fe no es certeza, sino confianza.

Confieso que los cementerios siempre me han sobrecogido y puesto la piel de gallina y los cabellos erizados. Recuerdo los entierros de mi pueblo. No asistíamos a ellos más de un centenar escaso de personas. El oficio de enterrador no existía. La fosa la cavaban los familiares del fallecido. Pero, respetando el dolor de la familia, la tierra la echaban encima tres o cuatro voluntarios de forma que cuando el cura acababa los responsos por el descanso eterno del difunto, la tarea del sepelio estaba casi finalizada. Pues bien, esta misma labor muchas veces la han practicado amigos de mi edad, pero aunque aún estaba en condiciones de poder hacerlo, nunca me encontrado con la fuerza de ánimo suficiente de coger una pala. ¡Que no, y que no!.

Debido a mi silla de ruedas, hace muchos años que no acudo al cementerio a acompañar en el acto de dar sepultura a un difunto. Sin embargo, últimamente estaba percibiendo un cambio en las costumbres. La asistencia a estos actos se estaba incrementando a pasos agigantados. Sin duda, la principal causa del incremento era la facilidad para viajar concedida por el aumento masivo de vehículos particulares. Ya no eran los entierros íntimos del centenar escaso de asistentes como en el pasado. El número podía llegar hasta el millar. Por contra a la mayor asistencia de personal, el acto perdía en sentimiento: La gente se saluda, se besa, y se grita... en el mismo camposanto. Da la sensación de no estar a lo que se celebra. Es un cementerio católico, pero muchos asistentes se irán a su casa sin haber rezado un Padrenuestro completo por el eterno descanso del alma del difunto. A veces, me suena a hipocresía y a modas tontas. De verdad, da la impresión de querer reparar in extremis el olvido al que el difunto ha sido sometido durante la vida.

Hace algunas fechas -con la ingenuidad de los niños: "los niños y los tontos dicen las verdades, eso se dice"-, mi sobrina de nueve años hacía una pregunta relacionada con el tema tratado en el final del párrafo anterior:

-¿Por qué todos cuando se mueren son buenos?.

Eso mismo me pregunto yo, aunque lo haga de otra manera: ¿Hay que morirse para que te reconozcan la valía?.

Se murió Dolores Ibárruri, más conocida por la Pasionaria. Aquí en esta vida terrena, o te destierran o te canonizan. Todos los medios de comunicación se llenaron de noticias del suceso y se deshicieron en elogios a quien en otro tiempo negaron residencia en el país. Para entrar en el limbo de la fama también es preciso morir. Al parecer era una mujer honesta. La ideología pinta muy poco después de muerto, lo importante es haber sido fiel a unas ideas. La honradez no es patrimonio de nadie. Doña Dolores, o la Pasionaria -como se prefiera-, fue leal a unos convencimientos, y tiene todos mis respetos. Pero siento decir que no más que el desconocido e hipotético Sr. Pérez y Pérez que en su estancia terrena no pasó de labrador, barbero, pastor, o alguacil sin ruido de una diminuta población. Pues también él -aunque más callado- cumplió con su deber con honestidad.

Estaba comiendo frente al televisor. Daban en el telediario de las tres de la tarde unas imágenes del sepelio de la ilustre política. Y perdonen mi irreverencia en un acto tan emotivo y de tanto sentimiento: La cuchara -sopa incluida- saltó por los aires en un ataque de risa. Lo que paso tiene guasa para mí, ¡sí señor, la tiene!: Ante el féretro, el bigotudo jefe de ceremonia extendía el brazo para gritar la palabra salud. Desconozco las costumbres de cada uno, pero que ante tu cadáver griten: ¡salud!, no entra en mi cabeza ni con los impulsos de las hoces ni de los martillos que simbolizan el partido político de la fallecida.

Cuando me muera, a mí lo mismo me da, pueden incinerarme, pueden tirar mis cenizas al mar o a la montaña, pueden sepultarme bajo tierra, pueden echar mi cuerpo a los tiburones si fallezco en barco, o tienen mi permiso para repartir todos mis miembros para efectuar trasplantes, pero... por favor... que nadie alargue el brazo para gritar: ¡salud!. Me parece una burla. Me entrarían ganas de resucitar para decir: "- ¡Gracias, pero ya no la necesito". Y: "- Cállate, gilipollas, debiste acordarte de mí cuando estuve vivo!".

¡Ah, sí, la festividad de "Los Santos"!. A los creyentes les recuerdo lo de: " una lágrima... se evapora, una flor... se marchita, pero una oración sube a Dios". Y a todos -crean a no crean- siguiendo a Cicerón- les pediré que honren a sus difuntos manteniéndolos vivos en el recuerdo.